Su gran hazaña fue la victoria sobre
los almorávides en la mítica batalla de Ourique. La historia y la leyenda se
funden en esa batalla. Para algunos, un mito ajeno a la realidad, una creación
intencionada dirigida a un fin político. Para otros, una realidad difuminada
por la precariedad de los datos. Algo a lo que no fue ajena Castilla-León con
las batallas de Clavijo o Calatañazor.
Quizá el mito parte de las
muchas batallas que mantuvieron cristianos y musulmanes en que las fuerzas eran
asimétricas, con una victoria de quienes estaban en inferioridad, lo que elevaba
el carácter de los vencedores, ayudados por fuerzas superiores que han sabido
elegir a sus héroes. El héroe esencial es Afonso Henríquez (Alfonso I,
posteriormente), por aquel entonces aún Conde Portucalense.
La batalla se sitúa al sur del
país, en el Bajo Alentejo, donde se internaron las tropas del conde para una de
las habituales razias de verano. El momento de la contienda es el 25 de julio
de 1139, día de Santiago, patrón de Galicia y de España. Santiago era el patrón
de quien, tras la independencia, se convertiría en el gran enemigo de Portugal:
Castilla. La intercesión del apóstol será sustituida por la de Jesucristo, de
mayor lustre. Dios tomaba partido en esa guerra de religiones, como destaca Camoens
en el canto tercero de Los Lusiadas:
En ninguna otra cosa
confiado
sino en Dios que los
cielos rige y guía,
que tan poco era el
pueblo bautizado
que, para uno, cien moros
bien había;
No hay datos precisos de la composición
de los ejércitos ni de sus bajas, magnificadas para ampliar la heroicidad de la
empresa:
Son cinco reyes moros
esforzados,
dellos el principal Ismer
se llama;
todos en los peligros
bien probados
de guerra, en que se
alcanza ilustre fama.
La huella de esos cinco reyes se
trasladará posteriormente a los cinco escudos en forma de cruz que introdujo
Alfonso I en el escudo de Portugal.
La aparición de Cristo al futuro
rey será la señal de que la victoria está de parte de los lusitanos:
La matutina luz serena y
fría
las estrellas del cielo
ahuyentaba
cuando en la cruz el hijo
de María
se muestra al buen
Alfonso y le animaba.
Él adorando a quien le
aparecía,
todo en la fe encendido,
así gritaba:
“¡Señor, al infiel
contrario vuestro,
y no a mí, que conozco el
poder vuestro!”
Realidad o fábula (como la
calificó Alexander Herculano, lo que le valió fuertes críticas y reproches) la
batalla arraigó en los portugueses como una de las páginas gloriosas que
inauguran su monarquía. Tras la batalla, Alfonso se proclamó rey o fue
proclamado por sus tropas. Fue confirmado por las cortes de Lamego donde el
arzobispo de Braga le impondrá la corona de Portugal. Pocos años después será
reconocido con esa categoría por Alfonso VII de León.
En 1147 conquistará Lisboa y
Santarem.
Afonso continuó su expansión
sobre ciertas tierras de Galicia. A cambio de su liberación, su primo Alfonso VII
de León le concedió la independencia, aunque sometido a vasallaje, mediante el
tratado de Zamora de 1143. Será en 1179 cuando romperá ese vínculo de vasallaje
para someterse directamente al del Papa.
Entre 1166 y 1168 se apoderó de
diversas plazas leonesas provocando la reacción del rey Fernando II. En 1169
atacó Cáceres y después Badajoz. Fue vencido y capturado, lo que le obligó a
devolver los territorios conquistados. En la guerra entre Fernando II de León y
Alfonso VIII de Castilla se posicionará en favor de este último, aunque un
acuerdo entre ellos evitó una nueva guerra.
Una estatua le homenajeaba un
poco más abajo del castillo.
Está enterrado en el monasterio
de Santa Cruz en Coimbra.
Era hora de visitar la ciudad
con la que estaba tan vinculado.
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