Somos nostálgicos de nuestros
cielos: los vivimos, los observamos, nos contemplan desde las alturas como si
les hubieran encargado nuestro seguimiento, aunque no nos controlen. Forman
parte de nuestra vida, por eso los llevamos dentro. Tanto, que cuando nos
alejamos de ellos los echamos de menos, con morriña o saudade.
En esos pensamientos andábamos en
el breve trayecto hacia Guimaraes. El silencio alimentaba tanto esos cielos
como nuestros sentimientos. En ocasiones hay que dejar que corra el silencio
para que anime esas reflexiones.
Porque nos enamoramos de su luz
y sus colores, ya sean tenues o de matices grises por las inclemencias del
tiempo, o de extravagante luminosidad. Sabemos interpretar sus nubes,
algodonosas o deshilachadas, que adornan las alturas y escapan del paisaje con
demasiada facilidad para dar entrada a otras nuevas.
A veces encontramos cielos que
nos recuerdan nuestra niñez de una forma difusa, que no podemos describir pero
que sabemos identificar si se acoplan a nuestra memoria. Otras, sabemos
trasplantarlos porque no encontraremos nada igual en el lugar al que nos
desplazamos.
El cielo da mucho juego: nos
anima o nos sume en la tristeza, nos habla con el sol recitándole el discurso
que le interesa, con los matices con los que se viste para seguir manteniendo
sus esencias en el cambio.
El tiempo los cambia en lo accidental.
Los cielos con nostalgia siempre permanecen.
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