Al fondo de la ciudad, sobre las
montañas que rodeaban Braga, se alzaba el santuario de Bom Jesus do Monte (Buen
Jesús del Monte), un popular lugar de peregrinación. En ese circo de montañas o
colinas se alzaban otros lugares sagrados que también merecerían nuestra
visita. Sin embargo, nuestro tiempo era limitado y nuestro itinerario,
flexible, aunque implacable, nos obligaba a ser sensatos.
Ascendimos la montaña cubierta
de bosque. La sombra calmaba el sol vibrante de la mañana. Nos cruzamos en la
carretera con algunos vehículos más madrugadores. Entre el zigzag de curvas
Jose adivinó el mejor lugar para aparcar el coche. Estábamos muy cerca de la
base de la gran escalinata. Podíamos subir en el funicular hidráulico de
finales del siglo XIX y dar un salto en el tiempo o portarnos como peregrinos que
querían redimirse por sus pecados. Abundo en éstos y creo que solo me serán
perdonados si asciendo las escaleras una docena de veces.
Desde la base, la visión de la
geometría trazada por el cruce de las escaleras lanzaba un mensaje esotérico,
iniciático. También, espiritual y religioso. Era una vía de purificación y de
perfección cargada de simbolismo. Las pequeñas capillas que recogían escenas de
la pasión de Cristo, en el primer tramo, eran las estaciones para un estadio
superior. Este primer tramo fue promovido por el arzobispo de Braga Rodrigo de
Moura Teles, aquel tan bajito y de tanta iniciativa.
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