Nuestra tercera jornada se
inauguró con dos gestiones poco prácticas, aunque inaplazables. Las realizamos
tras desayunar en el mismo lugar del día anterior y contemplar cómo se
desperezaba la ciudad. El movimiento era tranquilo. Los bracarenses no tenían
prisa por llegar al trabajo. Estábamos en agosto.
La primera fue comprar los test
de autodiagnóstico que de forma obligatoria tenía que pasar José. Entramos en
la primera farmacia y esperamos un par de minutos nuestro turno. Mientras
despachaban los test, a unos seis euros por unidad (más baratos que en España),
observé a la farmacéutica, o empleada, no sabría concretar. Con la bata y la
mascarilla era difícil adivinar su edad, que rondaría los cuarenta. Su pelo era
moreno azabache, con algunos hilos sueltos en color plata que segmentaban su melena
corta y ondulada. Sus ojos eran color almendra y su voz era suave, sensual y
acariciante. Creo que no me hubiera costado mucho enamorarme de ella para toda
la vida.
Días antes de nuestro viaje leí
un artículo sobre las restricciones por el covid en el país vecino y me
intranquilicé. En ese momento pensé en la cancelación de nuestros planes. La
información era confusa y cambiante. Todo dependía de cómo evolucionara la
oleada de contagios para endurecer o aliviar las medidas.
Entré en la web de la embajada
de Portugal en Madrid. La entrada por carretera era libre (como había sucedido)
y no obligaban a ninguna prueba de diagnóstico. Al leer sobre restaurantes u
hoteles fui consciente de que pedirían acreditar la vacunación o una prueba de
estar libre de contagio. José aún no se había podido vacunar por lo que le pedirían
una PCR o una prueba de antígenos. Cinco hoteles, cinco pruebas. El coste de
las de antígenos no era elevado. Hacerse tantas PCR era inviable. Además,
estaban los posibles cambios y reclasificaciones ya que nuestros destinos eran
todos de riesgo alto o muy alto. En las terrazas no habría problemas. Nos
preocupaba quedar afectados por un cierre perimetral o un contagio en alguno de
los hoteles y que nos pusieran en cuarentena. Nuestra ilusión podía acabar en
un desastre.
La segunda necesidad que necesitábamos
cubrir era la tarjeta o el dispositivo para el pago de los peajes en las
autovías. Definitivamente, se adquiere en Correos y en ningún otro lugar. Jose
lo localizó y puso la dirección en el navegador del teléfono. Estaba en una
calle poco inspiradora y nos obligó a dar un amplio rodeo para salvar la zona
peatonal o restringida. El día anterior estuvimos muy cerca, aunque no
hubiéramos solucionado nada al ser domingo y estar cerrado.
La oficina de CTT nos recordó
mucho a las españolas, similar a una sucursal bancaria, con una pequeña sección
de librería. El servicio se ha tenido que adaptar a los nuevos tiempos. Nos
atendió otra mujer de belleza indefinida. Quizá por eso no entendí nada. Es lo
que ocurre cuando te sumerges en unos ojos verdes y no atiendes a las
explicaciones. Jose fue más diligente y estuvo menos disperso, comentó que
mejor adquirir una tarjeta de 40 euros (la otra era de 5 euros, claramente
insuficiente). Aún me pregunto si ambas mujeres eran primas o es que acudían al
mismo peluquero. También su voz era dulce. Creo que volví a dejar mi corazón
vulnerable para que se enamorara libremente.
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