No había mayor honor que ser
enterrado en una de aquellas privilegiadas capillas y reinar después de la
muerte. El olvido era vencido con el recuerdo en piedra, con las más hermosas
representaciones artísticas con vigencia para las futuras generaciones. Y
aunque las capillas se fundaron en honor de santos, el protagonismo lo
acaparaban los humanos. La capilla de los Reyes estaba consagrada a la Virgen (por
su intercesión en la victoria portuguesa de Aljubarrota), pero quienes destacaban
eran los padres del primer rey de Portugal, Afonso Henríquez, los condes
Enrique de Borgoña y Teresa de León. La capilla acogía sus tumbas.
Saramago recoge una anécdota
curiosa sobre los sarcófagos. El arzobispo que mandó construirlos quería
reservar uno de ellos para sus restos, de ahí que lo dotara de una tapa de
madera. Los restos de los de los condes quedaron juntos en uno de ellos. “Pasó
el tiempo, el arzobispo no moría, y, al no morir, empezó a pensar que quizá
tuviera tiempo para que le labraran su propia tumba sin ocupar casa a otro
destinada”. Así pasó a la capilla de la Gloria.
La capilla guardaba una momia,
que nos produjo una sensación bastante desagradable. Correspondía al arzobispo
Lorenzo Vicente, que participó en la batalla de Aljubarrota.
Subimos al coro. Desde la nave
del templo habíamos contemplado una auténtica orgía decorativa. Desde luego,
los clérigos no debían tener muy claro el voto de pobreza o consideraban que la
magnificencia era un buen homenaje a Dios. Que cada cual piense lo que
considere oportuno. A veces, la vanidad, el orgullo o la soberbia pueden ser el
mejor motor artístico para la posteridad.
El lugar era de una riqueza
decorativa exaltada. La sillería, donde ya no se reunía el Cabildo, abundaba en
dorados. El facistol era impresionante. El reloj sobre la cátedra del obispo
marcaba las tres, la hora a la que se consideraba que había muerto Cristo. Lo
más impactante eran los dos órganos del siglo XVIII, uno auxiliar del otro. Eran
obra de Simón Fontanes. La decoración, de Marceliano de Araujo. Los tubos
estaban acompañados de una pléyade de ángeles, santos, vegetación y todo tipo
de elementos que lo cubrían todo. Su sonido era magnífico y esperaban reanudar
los conciertos en breve.
Al museo del Tesoro podías
llegar algo noqueado por todo lo contemplado. El enorme almacén del que nos
hablaba Saramago se había transformado en un museo moderno en que las piezas
estaban bien organizadas y a las que se otorgaba la importancia que requerían.
Allí estaba la Virgen de la Leche, de Nicolás de Chanterenne, o las alzas del
arzobispo Rodrigo de Moura Teles, o la cruz de hierro utilizada en la primera
misa celebrada en Brasil.
Regresamos al hotel para
descansar un rato.
Cenamos en la misma calle
principal de la noche anterior, que seguía igual de concurrida.
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