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Descubriendo Portugal 18. La catedral de Braga III: la capilla de los Reyes, el coro y el museo.

 


No había mayor honor que ser enterrado en una de aquellas privilegiadas capillas y reinar después de la muerte. El olvido era vencido con el recuerdo en piedra, con las más hermosas representaciones artísticas con vigencia para las futuras generaciones. Y aunque las capillas se fundaron en honor de santos, el protagonismo lo acaparaban los humanos. La capilla de los Reyes estaba consagrada a la Virgen (por su intercesión en la victoria portuguesa de Aljubarrota), pero quienes destacaban eran los padres del primer rey de Portugal, Afonso Henríquez, los condes Enrique de Borgoña y Teresa de León. La capilla acogía sus tumbas.

Saramago recoge una anécdota curiosa sobre los sarcófagos. El arzobispo que mandó construirlos quería reservar uno de ellos para sus restos, de ahí que lo dotara de una tapa de madera. Los restos de los de los condes quedaron juntos en uno de ellos. “Pasó el tiempo, el arzobispo no moría, y, al no morir, empezó a pensar que quizá tuviera tiempo para que le labraran su propia tumba sin ocupar casa a otro destinada”. Así pasó a la capilla de la Gloria.

La capilla guardaba una momia, que nos produjo una sensación bastante desagradable. Correspondía al arzobispo Lorenzo Vicente, que participó en la batalla de Aljubarrota.



Subimos al coro. Desde la nave del templo habíamos contemplado una auténtica orgía decorativa. Desde luego, los clérigos no debían tener muy claro el voto de pobreza o consideraban que la magnificencia era un buen homenaje a Dios. Que cada cual piense lo que considere oportuno. A veces, la vanidad, el orgullo o la soberbia pueden ser el mejor motor artístico para la posteridad.

El lugar era de una riqueza decorativa exaltada. La sillería, donde ya no se reunía el Cabildo, abundaba en dorados. El facistol era impresionante. El reloj sobre la cátedra del obispo marcaba las tres, la hora a la que se consideraba que había muerto Cristo. Lo más impactante eran los dos órganos del siglo XVIII, uno auxiliar del otro. Eran obra de Simón Fontanes. La decoración, de Marceliano de Araujo. Los tubos estaban acompañados de una pléyade de ángeles, santos, vegetación y todo tipo de elementos que lo cubrían todo. Su sonido era magnífico y esperaban reanudar los conciertos en breve.



Al museo del Tesoro podías llegar algo noqueado por todo lo contemplado. El enorme almacén del que nos hablaba Saramago se había transformado en un museo moderno en que las piezas estaban bien organizadas y a las que se otorgaba la importancia que requerían. Allí estaba la Virgen de la Leche, de Nicolás de Chanterenne, o las alzas del arzobispo Rodrigo de Moura Teles, o la cruz de hierro utilizada en la primera misa celebrada en Brasil.

Regresamos al hotel para descansar un rato.

Cenamos en la misma calle principal de la noche anterior, que seguía igual de concurrida.

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