Habíamos dejado para el final la
joya más destacada de Braga: la catedral. Era el templo cristiano más antiguo
del país.
Conquistada la ciudad a los
musulmanes por Fernando I de León, en 1040, la sede episcopal fue restaurada. En
1070 se iniciaba la construcción en un lugar que quizá ocupaba una mezquita y
donde se alzó un templo paleocristiano (donde estaba la capilla mayor). Un
lugar sagrado para diferentes pueblos.
Como en otras catedrales, era un
conglomerado de edificios y estilos. Las trazas eran románicas, había
evolucionado hacia el gótico, había absorbido el renacimiento y el manuelino, y
había eclosionado con un barroco espectacular y recargado de dorado. Se podía
estudiar historia del arte sin salir de ella.
La entrada oeste la habíamos
contemplado por la mañana con sus torres manuelinas del cántabro Juan del
Castillo, con el que nos encontramos en varias ocasiones en nuestro recorrido (en
los monasterios de Batalha y los Jerónimos de Lisboa, por ejemplo). El porche
que cubría la entrada era gótico con una vistosa reja posterior. La entrada sur
era románica.
Penetramos en el complejo por el
claustro norte. Mientras esperábamos nuestro turno para las capillas, entramos
en la iglesia, en la que nos llamó la atención la austeridad por influencia de
la Orden de Cluny, a la que perteneció su primer obispo. La cubierta era de
madera. En los muros de las naves laterales había esculturas de santos y
tapices de las ciudades del arzobispado. Era la única concesión a la decoración
en esa parte. El coro y la cabecera acaparaban el lujo decorativo.
La cabecera del templo también
correspondió a Juan del Castillo. El ábside lo presidía la imagen de Santa
María de Braga, del siglo XIV. A los lados, la sillería donde se sentaban los
clérigos. El frontal del altar era una fina obra gótica que fue lo único que se
salvó de un retablo anterior. Alzamos la cabeza para observar la cúpula del crucero.
Las capillas de la girola eran
de estilo barroco y conservaban toda su teatralidad y grandeza. En la de San
Pedro de Rates destacaban los azulejos del siglo XVIII obra de Antonio de
Oliveira Bernardes con imágenes de la vida del santo. La de Nuestra Señora de
la Piedad acogía la tumba del arzobispo Diogo de Sousa. La Piedad del retablo
quedaba en penumbra, salvo un especial efecto luminoso que resaltaba la escena
de la Virgen con Cristo en sus brazos desconsolados.
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