Un hiti
de agua verde de efecto ornamental con una figura aislada en el centro que se protegía
bajo un parasol colocado demasiado alto para que fuera eficaz daba la
bienvenida ante las taquillas. La entrada era cara para los cánones del país:
15 dólares. Hace siete años era de 10 dólares. Los nepalíes y los ciudadanos de
países SAARC abonaban sólo 100 rupias, un euro.
El adoquinado de ladrillos rojos soportaba nuestros pasos atentos y ansiosos por ver la ciudad medieval. El camino era hermoso, plagado de detalles de muros, ventanas y puertas que no debíamos perdernos. Las calles se afeaban con los cables de la luz y el teléfono que parecían lianas urbanas. El ambiente era tranquilo.
Las calles ofrecían frecuentemente, en todo el
Valle, un lugar donde descalzarse y descansar. Los patis eran estancias abiertas, públicas, limpias y acogedoras. En
ellas se instalaban los lugareños, que ocupaban su ocio observando a la gente
pasar o charlando animadamente. Algunos dejaban fluir las horas en silencio.
Qué pasaba por sus mentes era un misterio. Quizá pretendían mantenerlas frescas
y sin aglomeración de pensamientos. Sus gorros típicos los protegían. Alguno
consultaba el móvil.
La procesión se concentró y se dejó sentir pronto. No obstante, Sujan nos condujo por un camino alternativo a aquella y nos juntamos con las mujeres y sus ofrendas en el templo de Krishna. Sus faldas eran negras con borde rojo. Se plegaban ligeramente para mostrar los tobillos tatuados, una costumbre poco habitual entre las más jóvenes. Las blusas rojas eran las más abundantes. Iban envueltas en una tela blanca con bordes rojos. El punto rojo en la base del cabello era su seña de identidad: casadas. No había hombres. Tan sólo ancianos, meros observadores.
Sobre una plataforma se acumulaban lingam-yonis, representaciones de Shiva.
Una banda de flautas y tambores amenizaba el avance o la espera.
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