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Un valle a la sombra de los dioses 32 (Nepal 2011). Pashupatinath II

 


Los que no podíamos entrar nos acumulábamos en el patio previo. Hicimos fotos de Shiva, que coronaba la puerta con su tridente y su color azul. Sobre su cabeza, el símbolo OM. Alrededor del templo se formaba una espesa fila donde esperaban los fieles. La policía controlaba que no accediera nadie que pudiera perturbar los ritos.

La pagoda principal estaba rodeada por otros templos y dependencias formando un conjunto sagrado. El conjunto de edificios ocupaba una gran extensión en la margen derecha. Allí estaba el crematorio real. El punto más alto era el remate en oro de la pagoda principal.

Cruzamos el puente sobre el río Bagmati para observar el templo desde otra perspectiva. Sobre los ghats, o escalones, había una hilera de capillas cuadradas con tejado blanco. Sujan comentaba que alrededor del templo principal había 108 templos secundarios. Nuevamente, el número mágico.


 

El río atravesaba la zona con fuerza. Su destino era el Ganges. Como éste, era sagrado. Por eso era el destinatario de las cenizas de las cremaciones.

En nuestro lado, frente al templo, los lugareños se sentaban y dejaban vagar la vista. Un poco más arriba, los sadhus o santones de aspecto extravagante se ofrecían a ser retratados por una propina. Algunos de ellos no eran tan santos como se pudiera pensar y aprovechaban las circunstancias para obtener un dinero. Los que llevaban dibujado el tridente en la frente eran seguidores de Shiva. Sujan nos explicó que las líneas horizontales en la frente eran propias de los seguidores de Vishnú. Entre los seguidores de Shiva era muy habitual el consumo de hachís, una de las dieciséis sustancias sagradas de esta divinidad. Incrementaba la introspección espiritual y transformaba la consciencia.

El humo blanco remontaba desde la orilla del río. Las plataformas, a espacios regulares, estaban destinadas a las cremaciones. Una estaba finalizando y los últimos vestigios del fallecido se extinguían. Más cerca, habían acumulado la leña para otra cremación. La más inmediata estaba a un centenar de metros. La familia se concentraba en torno al cuerpo. Otras piras ardían mientras los familiares esperaban entre resignados, hundidos y aburridos. Dos de ellos iban desnudos de cintura para arriba. A la cintura, una tela clara.


El mayor grupo, en el que sólo distinguíamos una mujer, se aprestaba a iniciar la incineración. Habían colocado cuatro filas de madera bajo el cuerpo, envuelto en un sudario. Luego lo cubrieron con otra capa de madera. Después añadieron paja y mantequilla de búfalo. Ardió regularmente durante unas dos horas. El hijo mayor era el encargado de prender la boca del fallecido tras rodearlo tres veces. Si fuera la madre, el encargado sería el hijo menor. Sólo los hijos podían llevar a cabo las cremaciones que conducían el alma del fallecido hasta el cielo. El hijo mayor debía vestir de blanco durante un año como señal de duelo. Sujan nos comentó otros aspectos de la preparación del ritual, de la purificación y sacrificios. Las cenizas se arrojaban al río.

Los hombres que enviudaban sólo mantenían el luto durante trece días. Luego podían volver a casarse. Para las mujeres el luto era más riguroso. No podían volver a vestir de rojo. Su vestimenta sería blanca durante un año. Antiguamente, seguían el destino del marido y se arrojaban a la pira en el rito del sati. Eso pertenecía al pasado.

El coche nos condujo a la tercera ciudad del Valle, Bhaktapur, la ciudad de los devotos, la ciudad medieval.

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