En la sala de espera la gente dormitaba, tomaba
un café o charlaba brevemente. Uno de los policías sabía algo de español y
mantuvimos un breve diálogo. Estuvo unos meses destinado en la embajada de
Madrid. Conservaba un grato recuerdo.
Tras media hora, nos pusimos en movimiento. Íbamos en el vuelo de reconocimiento. Embarcamos a pie. Era muy típico hacerse una foto en la escalerilla antes de subir al avión. Mi tío la tenía del anterior viaje. A mí no me atraía. Nos acomodamos y salimos casi inmediatamente.
Sobrevolamos la ciudad y confirmamos que se había extendido por todo el Valle hasta las montañas. Era una superficie verde. El verde se consolidaba en las montañas donde las casas se dispersaban y punteaban las laderas y las cimas. Pasamos sobre un río color chocolate. El arrastre de tierras era el culpable de ese color.
Para los hindúes, los dioses viven en las montañas. Los Himalayas son el Monte Meru, el Olimpo de los dioses. Los dioses importantes consolidaban aquí su morada: Shiva, en el Monte Kailasa; Vishnú, en el Vaikunta.
Las grutas de esta
montaña santa
sólo se abren a los ascetas,
a quienes olvidan para
siempre
la cólera y los gozos de la tierra.
Bellos versos del Mahabarata.
Superamos las nubes hacia el cielo. Se agrupaban en capas, se aplastaban, se expandían como masas. Iniciamos un segundo ascenso y se vislumbraron algunas cumbres. Sin embargo, una masa oscura impedía la visión de la cadena montañosa. Unos instantes después la azafata nos informó de que regresábamos. Desistían al no ser posible ver el Everest.
-Recuerdo que en el viaje anterior las nubes también coqueteaban con las montañas-comentó mi tío mientras nos acercábamos al aeropuerto-. El día era más claro y nos permitió ver la morada de los dioses. Los picos se escalonaban en el horizonte y se recortaban al contraluz. La altura, a pesar de sobrevolarlos, era abrumadora. La visión, sublime. Las crestas nevadas se asomaban por encima de las nubes, que formaban un falso valle nevado, como una plataforma para la cordillera. El Everest se mostraba orgulloso, impasible, dominante. Al acercarnos causaba respeto, incluso, miedo. La dentada sierra era inaccesible salvo desde el cielo que dominábamos. Tendrás que esperar para compartir esa visión.
En el descenso contemplamos las montañas abancaladas. Ese escalonamiento era precioso. El aterrizaje fue sobre una rueda. La decepción era evidente en nuestros rostros. Nadie hablaba. Volvimos a intentarlo al día siguiente.
Regresamos dando cabezadas. Nos citamos para las 9.
El excelente desayuno palió ligeramente esta decepción.
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