Igualmente aterradora era la imagen de Kaal
Bhairav, Shiva en su manifestación más destructiva. Mujeres vestidas de rojo se
acercaban a entregar sus ofrendas. Imponía la visión de la mano derecha elevada
y portando una espada. Ante esta imagen se realizaban juicios divinos. Quien
mentía sufría una muerte violenta. Los abogados acudían a ella dos veces al
día.
El Swet Bhairab (que sólo se abría para el festival de Indra Jatra) y el templo de Degutale rebosaban gente colorista sentada en sus escalones observando las palomas.
En aquel espacio habíamos contemplado una auténtica biblia hinduista y habíamos pasado revista a la plana mayor de las divinidades de esta religión. Una forma cómoda y atractiva de recordar las cualidades de cada una de ellas y su relación con el poder que había dominado el valle.
Desde el extremo norte salimos de la plaza y nos adentramos en la ciudad vieja, muy animada. A espacio regulares, pequeños santuarios, siempre bien atendidos, se alternaban con las tiendas y los vendedores. La curiosidad la aporta el cartel de la Tienda de Manolo con una bandera española.
Nos absorbió el mercado y el ajetreo, los templos con varias columnas con dignatarios o divinidades bajo parasoles, la gente sentada en el suelo. Terminamos el recorrido por la calle principal y hacia un estanque. Era Ranipokhari, el estanque de la Reina. Contaba la leyenda que fue construido por el rey Pratap Malla en el siglo XVII para consolar a la viuda de su hijo, Chakrariatendra. El rey había decidido abdicar y ceder el poder a sus cuatro hijos, quienes gobernarían por turno un año cada uno. Aquel tuvo la mala suerte de morir al segundo día de reinado. Su viuda quedó desconsolada. El rey mandó que rellenaran el estanque con agua de 51 ríos sagrados de su reino. En el centro, un templo dedicado a Shiva sólo se abría al público el día del hermano, Bhai Tika, cuando los que no tienen hermanos se reúnen para consolarse entre sí.
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