Aquel día tenía lugar una de las fiestas más
importantes del calendario nepalí: el aniversario de Krishna, la octava
encarnación de Vishnú. Era un dios simpático, el amado seductor de las gopis o pastorcillas, el flautista. También
el que conducía el carro de Arjuna en el Mahabarata. Bhisma, el Venerable antepasado,
decía de él:
Krishna es Vishnú, el Señor
supremo,
es el Sol y la Luna;
Dios infinitamente
grande, infinitamente pequeño.
Protege toda la vida;
todo es resultado de su voluntad.
Juega con su Universo
como un niño con una
pelota, sin parar.
Krishna es el increado,
el no-nacido, el perfecto,
y los humanos no pueden
aprehenderlo,
pues él toma forma por sí
mismo,
aparece allí donde quiere
ir.
¿Quién se atreverá a hablar
aquí abajo
de la gloria de Krishna?
El festival de Krishna Astami se prolongaba por
ocho días. Los templos dedicados a esta divinidad se llenaban de fieles que
peregrinaban para honrarle. La fiesta era especialmente atractiva en Patan y la
plaza Durbar, la plaza real, donde se encontraba el Krishna Mandir, el templo
que es el centro de las principales celebraciones. Hasta él se desplazó el presidente
de la república para las ofrendas de estado, lo que daba muestras de la
importancia de la fiesta. Hasta la caída de la monarquía era el rey quien presidía
las ceremonias. Esta presencia justificaba el intenso control policial.
El pueblo había tomado la plaza. Se apretujaba en los escalones de los templos, en el suelo, en cualquier lugar, aunque estorbara. El avance era complicado. Sin embargo, tenía el premio del tipismo y el colorido de la festividad. Una larguísima fila se había organizado para que los fieles pudieran cumplir con su deseo de entregar las ofrendas a la divinidad. Otros muchos habían venido atraídos por el espectáculo.
El templo de Krishna ocupaba un lugar principal en la plaza. Era del siglo XVII y fue construido por el rey Siddi Narsingh Malla. Fue el primer templo de tipo shikhara que se construyó completamente en piedra. Y era el único de Nepal con veintiún pináculos dorados. Si hubiéramos podido acercarnos a él y observar sus frisos comprobaríamos que representaban escenas del Ramayana y el Mahabarata, las dos grandes epopeyas indias que estaban presentes en diversas versiones en todo del subcontinente asiático.
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