El camino hasta el aeropuerto se saldó sin
incidentes, salvo los ya habituales del tráfico, los baches, las pirulas de los
conductores y los cruces de las vacas.
La obtención de las tarjetas de embarque fue rápida. Casi todos los que estábamos para el vuelo de Kathmandú éramos españoles o italianos. Lo que fue penoso fue el ingente número de controles sin sentido que tuvimos que sufrir. Cada control suponía un sello más en las tarjetas, que quedaron aniquiladas por tanto sello inútil. Fueron cinco en total. Cada uno llevaba aparejado una cola, una espera, un engrandecimiento del dolor de pies. Mientras, nos entretuvimos con el vuelo en el interior de la sala de las palomas. Miedo nos daba que alguna saliera a pistas y se colara en el motor de un avión.
Sin duda, lo mejor, fueron las evoluciones de un mono que campaba a sus anchas por la parte superior de las tiendas y los stands de las compañías aéreas. Cómo llegó allí es un misterio. Quizá hasta pasó los pertinentes controles y llevaba los sellos en alguna parte secreta de su cuerpo.
Una curiosidad: no dejaban pasar de India a Nepal billetes de más de 100 rupias. Tampoco los cambiaban en Nepal. Alguno tuvo que hacer un cambio de urgencia en el aeropuerto. Nadie nos lo había advertido. Entre los dos juntamos cinco billetes de 100 rupias.
Aún recuerdaba mi tío las incidencias de aquel aeropuerto antiguo y devorado por la corrupción.
-La corrupción es uno de los grandes problemas de la India. Un funcionario mal pagado es una fuente inagotable de ocasiones para un soborno. Cuando las peticiones de astillas son muy evidentes, habituales e incluso groseras, es porque la corrupción está muy arraigada.
Lo ilustró con una anécdota del viaje anterior que pudo costarle un disgusto. Vijay, su guía-acompañante, no continuó con ellos a Nepal. Regresaba a Delhi desde Benarés y delegó en mi tío las funciones de tour-leader. Ante todo, insistío en que no se dejara convencer para pagar a los funcionarios. En su espíritu por mejorar su país no cabía la corrupción y lo mejor era combatirla desde quien entregaba el dinero.
-Facturamos y pasamos a la aduana. El comisario me pasó a la persona que realizaba el control. Vijay había rellenado la declaración donde se informaba de los pasaportes, maletas, dinero, tanto en rupias como en otras monedas o cheques de viaje. En el apartado de rupias no indicó nada.
Nos sentamos junto a las cristaleras y contemplamos el avión que nos conduciría a Nepal y que en ese momento descargaba a los pasajeros de regreso de aquel país. Continuó su narración.
-El soborno solicitado era pequeño para un pequeño grupo como el nuestro: 10 dólares. Significaba pasar sin trámites. Me salí por la tangente y le dije que no entendía. Insistimos cada uno en su postura. El funcionario me obligó a firmar la declaración y lo siguiente que hizo fue cambiar de actitud y tono. Me preguntó de forma autoritaria si llevaba rupias, señalando mis bolsillos. Pardillo de mi contesté que sí las llevaba. Lo contrario hubiera supuesto una orden de vaciarlos y revisar mi equipaje de mano. Me espetó que había mentido en una declaración oficial y que eso era un delito. Sus compañeros mantenían silencio en el convencimiento de que era un trámite que se alargaba un poco más pero que conocían cómo se resolvería. Pregunté que con cuánto se saldaba el problema: 10 dólares. No había subido la tarifa con ningún recargo. Me acompañaba María, que sacó un billete de 10 dólares y me lo entregó. Protocolariamente, lo cogió el funcionario, puso su sello y sin mirarme, consciente de haberme dado una lección, nos dejó pasar. No sé si el éxito de la maniobra por parte del funcionario animó a los maleteros: nueva mordida de 100 rupias para cada uno de ellos. El control de bolsos de mano y maletas fue rutinario. Cotejaron los números de los resguardos y nos trasladamos a una sala con un calor espantoso. Un policía nos animó a presentar una queja por la falta de aire acondicionado. Rellenamos una cuartilla y la depositamos en un buzón de sugerencias con telarañas. Esperamos el embarque abanicándonos y charlando. El sentimiento de humillación se fue diluyendo poco a poco.
Aquellas malas prácticas parecían cosa del pasado.
El embarque fue a pie. Abrieron las puertas de la terminal y, en fila india, nos dirigimos al avión de Air India.
La clase business estaba muy bien. El butacón era ancho y el espacio para las piernas más que suficiente. La comida no fue gran cosa, más por el tipo de alimentos que porque estuviera mal preparada.
Eso sí, en business las turbulencias se sufren igual que en turista. No obstante, no nos importaría acostumbrarnos a esta clase en futuros vuelos.
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