Desde un espigón que penetraba en el río
apreciamos la imagen de la ciudad que no disfrutamos desde la barca. La orilla
era una sucesión de palacios, templos, shikharas
que parecían haber perdido el templo al que pertenecían. Algunas construcciones
se inclinaban peligrosamente. El día era claro y sólo alguna nube rasgada marcaba
el cielo.
Nuevamente hacia el interior nos cruzamos con colegiales que entraban a las siete de la mañana. En la ciudad santa también había niños que realizaban las mismas actividades que todos los chavales. En sus uniformes azules, sus mochilas y sus rostros aun desperezándose caminaban hacia la escuela.
Rajiv nos mostró la imagen de Shiva mujer, mitad azul y mitad rosa, el color que correspondía a su cónyuge Parvati. Por respeto a él no la fotografiamos. Mantuvo una conversación con nosotros que era más un llamamiento al respeto por parte de los turistas que un verdadero diálogo. Ese respeto nos lo recordó a lo largo de todo el recorrido.
Topamos con la presencia policial y nos adentramos hacia el Templo Dorado. El originario, como comentamos la noche anterior, fue destruido por Aurangzeb y sobre su solar se había construido la mezquita que llevaba su nombre y que había sido causa de conflictos entre musulmanes e hinduistas. Al lado, se constuyó el nuevo Templo Dorado con una shikhara recubierta con 1.200 kilos de oro.
Esta vez no tuvimos problemas de acceso a la zona. La entrada estaba prohibida para los no hinduistas. Rajiv buscó los lugares precisos para que viéramos una parte del templo desde fuera, la puerta chapada en plata y la actividad religiosa. Muchos fieles acudían con sus ofrendas, un poco de ghee, un pequeño recipiente con aceite que hacía la función de una vela, flores, alimentos.
Unos metros más allá del templo mi tío pisó una cagada de vaca. Creí que por haber pisado a Ganesh tendría algún castigo. Sin embargo, al contrario, era un signo de buena suerte. Rajiv compró, para celebrarlo, una cajetilla de cigarrillos cortos por 25 rupias.
Nuestro guía conocía a todo el mundo. Saludaba, le saludaban, se mostraba contento. El dédalo de callejuelas que formaba un laberinto era su medio. Jamás hubiéramos logrado orientarnos en esa maraña.
La ciudad era un equilibrio entre el cuerpo y el alma. No sabría cómo explicarlo con palabras ya que era más una sensación que algo tangible. La existencia física se encastraba con la espiritualidad permanente.
Tienes razón, en la India
no hay idólatras mientras que en Europa son legión. Y no hay idólatras aquí
porque ningún creyente reza a la imagen del dios, sino que aprehende esa
imagen, la amasa en su mente hasta asimilarla interiormente y después le hacen
ofrendas o practica el ritual correspondiente. El dios sólo es el vehículo de
la imagen interior que el creyente ha animado y ha dramatizado.
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