El Ganges era un río democrático, igualitario. El
baño igualaba a todos, a todas las castas, a hinduistas y creyentes de otras religiones
que también lo consideraban sagrado. Cualquiera podía sumergirse en sus aguas
sin que su rango influyera en sus propiedades sagradas. Algún extranjero se entregaba
al ritual, unía las manos, alzaba la vista, musitaba una plegaria y se sumergía
en la culminación de sus actos espirituales. Los más jóvenes chapoteaban como
en un baño en la playa.
La muchedumbre se bañaba en un aparente caos, según un orden preestablecido. Al fin de cuentas, el mundo era la acción entre esas dos fuerzas contrarias. Allí era más evidente.
Benarés era la ciudad de Shiva. Por todas partes encontrabas templos, oratorios, capillas u hornacinas consagradas al dios de la muerte. Una muerte que era el inicio de una nueva vida por la ley de las reencarnaciones. Su principal manifestación era el lingam-yoni, manifestación primitiva en forma de falo. El agua que se vertía sobre la pulida piedra superior se deslizaba hasta el yoni y desembocaba por el principio femenino. Era la conjunción masculina y femenina. Shiva, Dios-que-lleva-el-tridente, era acompañado por su cónyuge, Parvati, y por su cabalgadura, Nandi, la vaca en reposo que miraba hacia el interior del templo. La adoración de Arjuna en el Mahabharata nos acercaba más su naturaleza:
Dios-que-llevas-tres-ojos-en-la-frente,
indiscutible amo del Universo,
tú eres la causa de las
causas;
das asilo a los dioses;
eres el Creador de los
creadores de los mundos.
No existe nadie
que a ti pueda vencerte,
al Soberano de los dioses,
de los hombres y de los
demonios.
Eres Shiva,
El-que-brilla,
y eres Vishnú.
Eres Vishnú,
el-que-todo-penetra,
y eres Shiva.
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