"Al héroe bravo y esforzado asiste fortuna.
Lo que se nos ha de dar por el destino, esto tendremos: así hablan los perezosos.
Dejando a un lado el destino, trabaja con esfuerzo y energía: si habiendo
puesto tu esfuerzo, no logras tu objetivo, ¿qué te podrán reprochar?".
No sé por qué he recordado este párrafo del Hitopadeza antes de penetrar en la descripción de nuestras sensaciones de aquella mañana. Levantarse a las cuatro y media de la madrugada y salir a la ciudad en busca de su espiritualidad era labor de héroes. Nuestro esfuerzo, con las energías ya bastante mermadas, era digno de un premio. La comunicación inmanente que habíamos buscado durante todo el viaje tenía que evidenciarse.
Esta vez el desplazamiento fue placentero. Nos confirmaron la imposibilidad de navegar por el Ganges y un tanto decepcionados admitimos ser guiados por Rajiv. Curiosamente, era el hermano del guía que se nos ofreció el día anterior y que sonrió al vernos con tan buena compañía.
Rajiv era de la casta sacerdotal. Era un hombre comunicativo, extrovertido, bromista. Hubiera sido un gran comerciante o un buen ejecutivo de multinacional. Sabía medir las palabras y mantener el clima. Sin él nuestra visita hubiera sido anodina y sin el interés que sus conocimientos nos transmitieron.
El amanecer era el momento propicio para las oraciones y baños rituales. Mi tío recordaba los ghats atestados de gente que se sumergía en el Ganges con devoción, curiosidad o alegría. En los escalones se sucedían escenas cotidianas: el baño por inmersión, un afeitado, un peregrino que observaba las aguas, alguien que se acicalaba, otro que escurría la ropa, alguien que dormía, un sadhu que meditaba ajeno al movimiento continuo.
El río bajaba con bastante corriente. Las barcas permanecían amarradas sin esperanzas de entregarse al Ganges, la hija del Himalaya que descendió a la tierra por compasión de los esfuerzos humanos. Según la leyenda, su caída fue tan violenta que Shiva tuvo que retenerla con su propia melena. De otra manera hubiera destruido el mundo.
Rajiv nos había acercado hasta el mismo ghat del día anterior. El sol había remontado ligeramente y doraba la superficie del río. La humedad era tan intensa que la cámara se pobló de nieblas, primero, y luego se paró. No habíamos tenido la prevención de tomar la mochila ni la otra cámara. Se apoderó de nosotros una sensación de desazón.
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