El vehículo nos dejó en un centro comercial. Era
uno de los escasos sitios donde se podía aparcar y estaba a unos cientos de
metros de los lugares principales. Nada más bajarnos del coche se nos acercó un
hombre de buen aspecto que se ofreció para enseñarnos la ciudad. El conductor
nos informó que era un brahmán, un miembro de la clase sacerdotal y que era de
confianza. No obstante, lo rechazamos porque queríamos visitar la ciudad en un
primer momento sin estar mediatizados. Le indicamos que al día siguiente
utilizaríamos sus servicios.
Caminamos por la calle principal con un tráfico intenso y una actividad comercial atrayente. En eso no se diferenciaba de otras ciudades indias. Observamos alguna iglesia cristiana.
Ningún fenómeno está más
profundamente arraigado en la conciencia india, ninguna necesidad es más
unánimemente sentida que la de un darsan,
tan preciso le es el contacto con la imagen, de lo absoluto, la que da el sabio
o el símbolo de la divinidad.
Leí estas palabras en Esta noche la libertad, un libro que me había abierto la mente a la comprensión de algunos aspectos de la India. El darsan explicaba las peregrinaciones, las especiales relaciones que el pueblo tenía con sus mandatarios o con los santones. “El darsan-la vista-es a la vez un encuentro-continuaba el párrafo-, una bendición, la transmisión de una influencia espiritual benéfica a través de una indefinible corriente. Este encuentro puede ser el de un personaje excepcional, o de una manifestación de la naturaleza, o de un lugar privilegiado”. Era evidente que nos acercábamos a nuestro darsan en forma de río que aglutinaba la santidad, el espíritu de la India, su concepto ante la muerte. Algo que para nosotros era inaprensible, que palpábamos ante la manifestación más o menos folcklórica o curiosa pero que nos era ajeno. “Un indio puede experimentar la alegría del darsan cuando, después de haber recorrido centenares de kilómetros, ve aparecer el Ganges ante sus ojos. O bien cuando se sumerge en sus aguas sagradas. O, también cuando participa en una cremación, en una ceremonia religiosa, en una fiesta, incluso en un mitin político. Pues es sobre todo la vista de un sabio, de un santo, de un maestro, lo que procura a las multitudes indias la satisfacción mística del darsan.”
Siguiendo la corriente humana llegamos a un lugar que permitía acceder al río. Tomamos ese callejón y caminamos hasta uno de los ghats. Nuevamente afloraba a mi memoria otro texto que asomaba entre las notas recopiladas por mi tío y que había extraído de El sari rojo, de Javier Moro:
Lo asombroso, lo maravilloso
de Benarés, es que la vida seguía prácticamente igual desde el siglo VI a.C.
Sin embargo, Pupul había visto con sus propios ojos como unas excavadoras destruían
edificios antiguos para ensanchar Vishwanath Gali, una callejuela estrecha, serpenteante,
pavimentada con viejas piedras de río que brillaban de una pátina producida por
los pies de innumerables generaciones de peregrinos y que atravesaba el corazón
de la ciudad. Una calle donde las vacas tenían preferencia desde el alba de los
tiempos, y que recorrían santones con el cuerpo cubierto de ceniza y el cabello
enmarañado, campesinos recién casados con sus mujeres del brazo, abuelas con sus
nietos y ancianos que venían de muy lejos para llegar al templo de Vishwanath,
el señor del Universo. Considerado el más sagrado del mundo por los fieles
hindúes, ese templo albergaba una piedra de granito pulido, la reliquia más preciada
de Benarés, el lingam original, un
emblema fálico que simboliza la potencia vital del Dios Shiva, representante de
la fuerza y del poder generador de la naturaleza. Al prosternarse y al ofrecerle
agua del Ganges, los fieles hindúes expresaban así una de las formas más antiguas
del fervor religioso hindú. Benarés y el templo de Vishwanath en particular, eran
el centro de ese culto. Había lingams
y yonis (el equivalente femenino) en
todas partes, en los templos, en los pequeños altares empotrados en las
fachadas de los edificios, en los peldaños de los ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las
orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el más sagrado
de los ríos. Todas las mañanas desde que el hombre tenía memoria, miles de
hindúes untaban con devoción la superficie pulida de los lingams con pasta de sándalo o con aceite. Trenzaban coronas de
jazmín y claveles de la India que colocaban con esmero alrededor de la piedra
erecta junto a pétalos de rosa y hojas amargas de bilva, el árbol preferido de Shiva.
Esas palabras eran el mejor impulso para recorrer las calles.
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