A esa hora Benarés renacía para las oraciones de
la tarde y para las actividades del bazar. Una enorme masa de gente local y de
visitantes, peregrinos, viajeros y curiosos se lanzaba a las calles para apoderarse
de alguna de esas manifestaciones que estaban impregnadas de devoción y santidad.
Morir en Benarés o Varanasi era un gran privilegio para un hindú: con ello rompía la cadena de reencarnaciones, con el samsara. Los preceptos sagrados obligan a que las cenizas de un hindú se arrojen a un río que vaya a parar al mar. Y el río por excelencia, el más sagrado, es el Ganges.
Los ríos que riegan ciudades de tradición hindú son tratados como divinidades. El Ganges es la divinidad Ganga, femenina. Porque el agua es fuente de purificación y de fertilidad, física y espiritual. Por ello las aguas de los ríos eran santificadas.
Las riberas de los ríos eran los lugares elegidos para las incineraciones y los ritos funerarios. La divinidad fluvial arrastraba las cenizas hasta Shiva y éste daba la fórmula mágica para poder reencarnarse.
Recuerdo ahora las palabras del segundo Canto del Bienaventurado, en el Mahabharata, cuando se formula la pregunta de cómo muere el cuerpo y cómo se encarna el alma en otro:
Llega un momento en que las
acciones
que justifican una vida
humana
se han agotado y el alma
acepta, asustada,
conductas nocivas que
traen la muerte del cuerpo.
El espíritu, entonces,
abandona
el cuerpo perecedero,
pero arrastra con él los
efectos perdurables
de las buenas o malas acciones.
Cuando el espíritu, cargado
con ellos,
adopta otro cuerpo,
inserta en él
estos efectos de pasados
actos.
Así, Kashyapa, el
espíritu toma cuerpo tras cuerpo,
sufriendo las consecuencias
de las acciones cometidas y omitidas
de las vidas precedentes.
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