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Los saris son el color de la India 191 (2011). Sarnath o el budismo que fue II


 

En el interior del templo se representaban momentos de la vida de Buda. Los frescos habían sido pintados por el artista japonés Kosetsu Nosu. Mi tío me explicó algunos de esos momentos, que se podían deducir por las imágenes. Una estatua dorada de Buda presidía el altar.

Nos acercamos hasta la estructura más evidente del conjunto, la stupa Dhamekh, cilíndrica, poderosa, como una gruesa columna que hubiera sido cercenada cerca de la base. El nombre procedía de Dharma Chakra. Ocupaba el lugar en donde, según una inscripción encontrada en la parte superior, Buda dio su primer sermón. Sus 34 metros habían acaparado estilos desde el Gupta anterior a nuestra era hasta el Maurya del siglo IV.



La vimos desde la valla que la protegía. Nuestro guía nos advirtió del escaso interés de entrar en este momento y pagar la entrada para alguien que no fuera a cumplir con el ritual budista. Desde otro lugar que conocía, la stupa se evidenciaba más, lo que nos permitió comprobar que era de ladrillo y que la parte inferior estaba recubierta de placas de piedra.

De los templos de otras religiones aún subsistía un templo jainista, bastante moderno, que contemplamos desde fuera. Algún otro hinduista se encontraba en la zona. Tampoco faltaban otros budistas, como uno tailandés y otro chino.

Sobre el año 234 a.C., el emperador Ashoka visitó la ciudad en peregrinación. El encargado de expandir el budismo por la India y convertirlo en religión oficial, dejó su huella en forma de construcciones. El legado más importante fue uno de los famosos pilares de Ashoka que ilustraban los billetes de curso legal actuales y que formaba parte del escudo de la India. Los pilares portaban edictos. Las figuras de cuatro leones orientados hacia los cuatro puntos cardinales conformaban sus capiteles. Para nuestra desgracia, era viernes, día en que cerraba el museo arqueológico donde se exponía. Habría que conformarse con la representación en los billetes.



La siguiente estampa nos trasladó a la destrucción y el abandono. La ciudad que había sido engalanada por reyes y comerciantes, la que en el siglo VI, según el peregrino chino Xuan Zang, agrupaba treinta monasterios y tres mil monjes, fue saqueada en 1194 por las tropas musulmanas de Aibak, quien destruyó también la cercana Benarés. Se dispersaron los monjes y la población y cayó en el olvido. Hasta que el jefe de la Archeological Survey of India, Alexander Cunnigham, en 1834, la descubrió en una de sus excavaciones. Por eso, la stupa Dharmarajika, anterior a Ashoka, era una simple base de ladrillo en un cuidado jardín. En ella se encontró un relicario de mármol verde con restos de huesos y piedras preciosas que era venerado durante la fiesta de Buda Purnima, en mayo. Algo más quedaba de la stupa Chaukhandi, aunque el torreón que remataba la estructura de ladrillo escalonada era obra de Akbar. Antes hubo una alta stupa sobre el lugar donde Buda se encontró con sus discípulos.



En una avenida se alineaban puestos de recuerdos. Mi tío inició una conversación en inglés con el guía sobre aspectos doctrinales del budismo que luego me comentaría.

La última visita fue al templo tibetano. Dos leones flanqueaban la colorida entrada. En los muros se describían las atrocidades cometidas por los chinos en el Tíbet. Avanzamos por el patio hasta las ruedas de oraciones y un zaguán protegido por las imágenes de los feroces guerreros. Cumplimos el ritual de accionar los rollos y penetramos al interior, presidido por un alto Buda dorado, de pie, que albergaba una foto del Dalai Lama. Las paredes eran un atractivo muestrario de pinturas tibetanas.

El coche nos dirigió hasta la ciudad más santa de los hinduistas. En pocos kilómetros volvimos a pisar un lugar extremadamente sagrado.

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