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Los saris son el color de la India 177 (2011). Taj Mahal IV

 


En los extremos, los pabellones acuáticos, a los que no se hacía demasiado caso. Más allá, la mezquita, a la izquierda, y la casa de huéspedes, a la derecha, ambos en arenisca roja.

"Ven al paseo de mi jardín, amor mío. Deja atrás las flores ardientes que se amontonan porque tú las mires; pásalas, y no te detengas más que en alguna de esas alegrías casuales que, como una repentina maravilla de sol poniente iluminan y eluden a la vez". Nuevamente Tagore nos acompañaba con sus palabras cargadas de poesía.



-Fueron necesarios 20.000 hombres para la construcción, que terminó en 1648. He leído que fueron varios los arquitectos que participaron, aunque nada se puede confirmar: los hermanos persas Ustad Ahmad y Ustad Hamid, un discípulo del gran arquitecto turco Sinan, el veneciano Gerónimo Veronés, el agustino español Sebastiano Manrique o Agustín de Bordeaux. Todos eran los mejores en su especialidad. Se cotejaron modelos de los monumentos más famosos para alumbrar la idea que se convertiría en mármol.



La mezquita estaba vacía y algo abandonada. Quizá por ello gozaba de pocas visitas. La cúpula estaba a contraluz. Nos asomamos al río Yamuna, que fue desviado para que sirviera de telón de fondo. El Fuerte Rojo quedaba a la izquierda, enorme, alargado, plano. Una barca facilitaba la visita desde allí. Al otro lado del río, un jardín y un pabellón octogonal rojo desde el que se disfrutaba de una increíble vista del Taj Mahal con su reflejo sobre el río. En esa zona se encontraba el jardín donde inicialmente estuvo la tumba del fundador de la dinastía, Babur, que posteriormente sería trasladado hasta su idolatrada Kabul. Rodeamos el pabellón principal hasta la casa de huéspedes.



Admiramos los altos arcos apuntados de las cuatro entradas, la decoración elegante y sencilla. Reverberaba el mármol.

-En el anterior viaje estuvimos en un taller de artesanos de incrustaciones en la piedra. Observamos cómo tallaban el hueco para introducir después las piezas de piedras preciosas. A veces eran diminutas. Las pulían, las pasaban por unas lijas para acomodar las superficies. Era un trabajo concienzudo que exigía una gran habilidad. Los diseños florales y geométricos de estos muros eran muy similares a los de aquellos artesanos.

Nos descalzamos y subimos al plinto. Paramos ante la entrada principal, como muchos otros, para admirar la fina decoración y la magnificencia. Dentro no estaba permitido hacer fotos, aunque mi tío recordaba haberlas hecho siete años atrás. Recuerdo haberlas visto. Aunque el incumplimiento era garantía de multa, siempre había algún guía apócrifo que violaba con impunidad la norma.



El cenotafio de Mumtaz ocupaba el centro. El de su esposo, algo mayor y más alto, a su lado. Estaba menos decorado. Sus cuerpos estaban enterrados en alguna de las diecisiete cámaras subterráneas que fueron selladas. También había una cripta.

Los sepulcros estaban rodeados por una verja en mármol calado, por transenas. La original era de oro, pero la fundió el hijo de Sha Jahan, Aurangzeb. Los visitantes se agolpaban sobre ella e impedían una visión tranquila. Nos hicimos un hueco como pudimos. La penumbra ayudaba a la reflexión. Contemplamos el producto del amor.



Podríamos haber estado horas observando el mausoleo y sus jardines. Lo grabamos en nuestras mentes para seguir disfrutando en otros momentos.

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