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Los saris son el color de la India 173 (2011). El hogar de la Madre Teresa de Calcuta III


 

“En la sala más amplia se habían congregado los pequeños. Ninguno pidió nada, como sí lo hacían los niños de las calles, los vendedores infantiles, los ancianos prematuros excesivamente enseñados por la vida. Lo único que pretendían era que les abrazáramos, que los levantáramos del suelo y les hiciéramos caso durante un suspiro. Tan faltos de cariño estaban”.

Mi tío siempre había sido muy niñero. Por eso me los imaginaba rodeados de niños y animándose por momentos a jugar con ellos, como lo había hecho con mi hermano y conmigo.

-Nos repartimos al ejército de críos y empezamos a elevarlos, a abrazarlos, a darles breves pero sinceras caricias. Nos rodearon y se agolparon en torno a nuestras piernas. Una pequeña con una diadema de plástico a la cabeza intentaba acaparar el cariño y los abrazos y no se mostraba muy conforme cuando la dejábamos en el suelo para dar el relevo a otro mozalbete. Uno de un par de años observaba la escena un tanto extrañado. No se atrevía a acercarse. Mar se aproximó a él y lo levantó todo lo que pudo. Sus mofletes gordezuelos articularon casi una sonrisa. Otro lloraba compungido y rechazaba ser abrazado. Tras varios intentos lo conseguimos.

“La visita había producido cierta excitación y alguno de los críos empujó al de al lado o le arrebató un juguete o un adorno. Mar y yo poníamos orden como lo hubiéramos hecho con nuestros sobrinos. Los niños eran respetuosos y acataban la jerarquía de los mayores.

“Nos pusimos a hacer payasadas y arrancamos las carcajadas del público infantil. Saltábamos, poníamos caras asombradas, bailábamos en círculos, seguidos de las criaturas, cantábamos y compensábamos como podíamos los vaivenes de la mochila”.

“Se hacía tarde. Buscamos a la hermana y la encontramos en la sala de las cunas. Los niños se incorporaron y algunos saludaron con la sencillez de una mano que se balanceaba. Apartamos unos billetes para el regreso y lo que pudiéramos gastar esa noche y entregamos el resto. La hermana quiso corresponder a nuestra generosidad y nos acompañó a la misma sala de la que habíamos salido al principio de la visita. Allí nos quedamos sentados esperando.

“Nuevamente el silencio se rompía sólo por el llanto. Mar pensaba en lo sencillo que era hacer feliz a un niño. Se sintió egoísta. Yo también. Me hubiera gustado llorar abiertamente, pero me dio vergüenza. Si lo hubiera hecho me hubiera sentido mucho mejor.

“La hermana nos agradeció el donativo con dos sencillos presentes: una medalla de la virgen y una estampa de la Madre Teresa, que decía: "la Paz y la Guerra empiezan en casa. Si verdaderamente queremos la Paz en el mundo empecemos queriéndonos los unos a los nosotros en nuestras propias familias. Si queremos extender la Alegría, necesitamos que cada familia tenga Alegría".

En ese momento sacó la estampa, algo arrugada, y la puso en la mesa. Nuestros vecinos la miraron durante un instante. Después perdieron el interés por ella.

-Arundati nos recordó ese mensaje de alegría que había propagado la Madre Teresa. Con la voz entrecortada por la emoción, Mar halagó la generosidad infinita de la joven que había abandonado su hogar en Kerala para hacer más felices a los demás. Era un ejemplo. También un reto porque suponía abandonar la comodidad, los placeres, la vida relativamente fácil, hacer oídos sordos al sufrimiento ajeno.

“Regresamos al hotel en un rickshaw estacionado en la puerta. Era de noche y la escasa iluminación de la calle no impedía vislumbrar una urbe sin interés”.

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