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Los saris son el color de la India 172 (2011). El hogar de la Madre Teresa de Calcuta II


 

Noté que mi tío se emocionaba antes de continuar. Bebió un trago largo, respiró profundamente y continuó su narración.

-En el pabellón de administración una monja dialogaba con una mujer, quizá alguien que colaboraba de forma habitual y discontinua. Cuando le dieron el recado, salió una monja para atendernos. Sentí que éramos unos visitantes tardíos e inesperados, quizá incómodos. La religiosa, se llamaba Arundati. No parecía haber cumplido los veinte años. Mostraba una madurez y una paz interior envidiables. Era de Kerala, en el Sur. En inglés, volvimos a exponer nuestro propósito, añadiendo que nos enviaba Vijay, a quien reconoció de inmediato. Vijay era un visitante habitual y un colaborador muy querido.

Le había visto en alguna foto y había oído hablar de él como de un hombre bueno y preocupado por los demás. Un tipo de persona muy necesario en todos los ámbitos. Mucho más en el de la India empobrecida.

-Empezamos por el pabellón de las mujeres. El calor provocaba que sacaran los colchones a la galería, ya que en el dormitorio común era imposible dormir durante los meses de sequía. Las mujeres parecían tener un rasgo común: estar demenciadas. Sus rostros anodinos nos observaban con una mezcla de curiosidad y desinterés. Ninguna trató de tocarnos o agarrarnos y al primer namasté emitido por una de ellas se sucedió un rosario de saludos subiendo las manos, que no cesó hasta abandonar el edificio.

“La pobreza era evidente pero las instalaciones estaban limpias, como las ropas de las desfavorecidas, de aquellos renglones torcidos de la mano de Dios. Se respiraba dignidad en un espacio en que aparentemente esa palabra pudiera resultar hasta insultante. Creíamos que lo habíamos visto todo en las calles atestadas de mendigos. Aquella era una miseria corregida, barnizada de cariño. No obstante, sufrimos un impacto indescriptible”.

Me dejó impactado. También yo empezaba a sentir esa emoción que se reflejaba en la voz de mi tío. Me moví en el asiento, dejé los cubiertos y acerqué el rostro hacia él para no perder ninguna de sus palabras.

-El siguiente pabellón era el de los ancianos. Aquí las miradas eran cansadas, cargadas de serenidad, quizá conscientes de la inminencia de su destino y de la liberación que podría significar la muerte. La escena del barracón anterior se repetía con escasas variaciones. Las esteras estaban ajadas, pero en absoluto sucias, las paredes necesitaban una mano de pintura, aunque no se mostraban afeadas por la desidia. Mar pensó si tendría tanta paz como esta gente para acometer el paso definitivo. En nuestra cultura la muerte era fracaso. Para esta gente era un momento más de la vida, una nueva reencarnación.

“Mar se aferraba a mi brazo. El silencio sólo se rompía para preguntar a la joven religiosa el número de personas que acogían -más de doscientas- y el número de monjas -nueve-. También colaboraban algunas mujeres del área cercana o de la ciudad. Los hombres eran ajenos a aquel proyecto, según pudimos deducir. Mar sentía envidia de la fuerza que movía a esos elegidos. Y sentía en su pecho cómo abrasaban las primeras lágrimas que no se desprendían de sus ojos”.

-¿Contaban con algún tipo de ayuda o de apoyo oficial?-pregunté.

-Ninguno. Sólo lo que obtenían de los donativos y de las ayudas de los menos pobres. La solidaridad de los necesitados.

Continuó. Me miró a los ojos y reanudó su discurso.

-En el tercer pabellón esperaban los niños. Aunque su aspecto parecía normal todos sufrían alguna merma mental, algún retraso. Sus caritas eran un embeleso de inocencia. Mar los hubiera montado a todos en un avión y los hubiera adoptado para seguir queriéndolos y achucharlos eternamente. Los pequeños despertaron su maternidad.

“Una escena la sobrecogió. Quizá esa estampa la recordaría de por vida. En un ensanche del pasillo, entre dos salas, una mujer sostenía un niño prematuro que había sido abandonado con una semana de vida. En los últimos dos días se habían turnado para darle leche con una cucharita, incapaz la criatura de hacer el esfuerzo de mamar del biberón. Mar posó sus ojos sobre la cara que asomaba entre las prendas que le arropaban y vio la presencia del sufrimiento en sus párpados y en sus mejillas. El crío mantenía una lucha desesperada con la muerte desde su cuerpecito frágil. Mar aguantó las lágrimas.

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