Nuestra particular batalla se inició desde el
parking. Krishna nos advirtió de la tropa de ladronzuelos, estafadores a pequeña
escala y pícaros de toda clase que nos someterían a una durísima prueba. Menos mal
que el tiempo nos respetó y el amago de tormenta se quedó en eso, en amago. Cuatro
gotas, mucho sol y una caminata que realizamos empapados. La caminata nos dio
idea de la extensión real de la ciudad, que abarcaba bazares, viviendas,
talleres, establos y todo lo habitual en una urbe de su tiempo.
El chavalillo que nos recibió a las puertas del coche era el más claro exponente de Kim, el personaje de Rudyard Kipling. Si regresara a la India tomaría como inspiración a este crío. Serio, decidido, nos informó del precio del tuk tuk hasta la base de los monumentos. Sin embargo, él no era el conductor. Quería ser nuestro protector. Nos advirtió de los peligros de todo tipo que nos esperaban y se ofreció a velar por nosotros por la módica suma de 1500 rupias, al cambio, unos 25 euros. Incluía la entrada a los palacios, 250 rupias cada uno, más los impuestos, cuidar de nuestros zapatos, una cantidad adicional para ocultar nuestros pantalones cortos y, además, las explicaciones sobre el conjunto. Le dijimos que no, disminuyó sus honorarios a 1000 rupias, le insistimos en que queríamos ir solos, se produjo un ligero rifirrafe, cada una de las partes insistimos y, al final, desistimos con un suculento cabreo por parte del chaval. Nos montamos en el tuk tuk y comprobamos que la caminata no hubiera sido tan larga hasta los monumentos.
La puerta monumental de acceso a la mezquita era colosal y digna de un palacio. Las torres redondas de la Buland Darwaza le daban aspecto de fortaleza. Esquivamos nuevos vendedores, niños, guías apócrifos y pesados integrales, subimos las escaleras y nos dispusimos a visitar la Jama Masjid.
Nuevamente hubo una disputa sobre esa mercancía que eran los turistas, en este caso nosotros. La lucha se centraba por preservar nuestros zapatos. Un tipo de verbo bastante agresivo afirmaba que trabajaba en la mezquita y nos instó a dejar los zapatos donde él decía. Los ávidos guardianes de zapatos se quedaron un poco pasmados cuando sacamos nuestros calcetines de repuesto y guardamos el calzado en la mochila. Cómo no, pusieron problemas con nuestras bermudas pero al final pasamos de ellos y logramos entrar.
El supuesto guía no cejaba en su empeño. Tenía una tienda cerca. Insistía en que al ser una mezquita no podíamos ir solos. Harto, mi tío le espetó que era la tercera vez que visitaba el monumento y que sabía las condiciones en que se podía visitar. Nos dejó tranquilos. Sin embargo, otro pelmazo tomó el relevo pero se cansó al poco tiempo.
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