En Sikandara nos desviamos a la izquierda en dirección a Delhi. Pagamos el peaje y continuamos unos kilómetros hasta una pequeña aldea. Nada presagiaba que allí encontraríamos una de las obras más impresionantes del viaje: el baori de Abaneri. Nuevamente debíamos la iniciativa al tío Luis.
Abaneri tomaba su nombre de Abha Nagri, ciudad de
la luminosidad, del lustre, de la inteligencia. En la actualidad, esa
denominación era una ironía. Se dice que el pueblo fue fundado por el rey
mitológico Raja Chand que podía ser el rey Bhoja que gobernó el reino de Gurjar
en el siglo IX. Los siglos IX y X marcaron su esplendor y dejaron como legado un
pozo escalonado y un templo dedicado a Harshat Mata, diosa de la alegría y la
felicidad.
Cuenta la leyenda que el pozo escalonado -eso significa el término baori- fue construido en una sola noche por los fantasmas. Eso nos recordó la leyenda que adjudicaba la construcción del acueducto de Segovia al diablo y, como coincidencia, en el mismo plazo. Porque sólo una fuerza sobrenatural podía realizar una obra de ingeniería tan impresionante. Cuál fue el engaño por el que se libraron los promotores de los fantasmas o las fuerzas de la oscuridad para no entregar el alma a cambio de los trabajos no ha trascendido.
Nada más entrar nos dimos cuenta de la excepcionalidad del baori. No era el primero que veíamos. Sin embargo, éste se hundía profundamente en el terreno, unos
El calor y la humedad eran tan impresionantes que pronto el objetivo de la máquina se llenó de vaho y estuvo a punto de frustrar el reportaje sobre el lugar. El sol se mostraba inclemente. Empezamos a caminar y a observar la obra que se introducía en la tierra y el palacio que lo magnificaba. ¿O era un templo?
El agua era un bien divino en aquella zona desértica. Los pozos se embellecían y cerca de ellos se construían palacios y templos. Cumplían funciones religiosas y de abastecimiento de agua y comida. La construcción principal estaba vacía y bastante sucia. Sin embargo, los muros lucían hermosos relieves de divinidades. A un costado, un pequeño santuario daba asilo a unas figuras plateadas y anaranjadas bastante toscas. Un hombre mayor sentado en el suelo quizá fuera el sacerdote que cuidaba de Ganesh y Durga. No faltaban los banderines. Una mujer de sari rojo se puso en cuclillas, unió sus manos ante la frente en señal de respeto y dejó su plegaria.
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