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Los saris son el color de la India 133 (2011). Eklingji



La escena que encontramos al bajar del coche era peculiar y muy de la India. Un pequeño rebaño de vacas dormitaba sobre las losas de las ruinas. Sobre el muro de los ghats que daban a un pequeño estanque, se concentraba un grupo de lugareños sentados. No hacían nada ni hablaban entre ellos. Qué hacían allí era un misterio. Quizá es que el acontecimiento del día fuéramos nosotros.


Desde lo alto de los ghats contemplamos el lago. Los lotos habían conquistado parte de las orillas e impedían el reflejo de un conjunto de edificios inaccesible tras una verja. Quizá alguna de aquellas personas guardaba las llaves. Como ninguno hizo amago de acercarse, lo interpretamos negativamente. El lugar debió contar con cierto esplendor. Las shikharas marcaban la presencia de varios templos bien conservados.

Al otro lado del lago atisbamos unos cenotafios sencillos, puede que tumbas de antepasados de los príncipes de Udaipur. Desde luego, descansaban en paz. Más lejos, se atisbaba una muralla, puede que las defensas de esa ciudad desaparecida. Una montaña sobresalía en el horizonte. En lo más alto asomaba una construcción.


En los escalones, tres hombres vestidos con simples dhotti lavaban sus ropas. El resto de sus pertenencias eran unas sandalias y un paraguas, un ejemplo claro de la renunciación a lo terrenal que, bien por obligación o por devoción, impregna la India. Una mujer con sari rojo mojaba la ropa en el lago. Visitamos el único templo accesible, guardado por un hombre y una mujer.

Con la sensación de que la mañana nos había hecho un regalo regresamos a la carretera.

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