No prestamos atención inmediata al mausoleo porque
el acantilado que daba a la ciudad ofrecía unas inmejorables vistas de toda la
ciudad, incluso del palacio nuevo de Umaid Bhawan. La torre del reloj se
elevaba como punto de referencia, las casas azules eran más abundantes.
La madera apilada anunció el crematorio. Los múltiples chhatris, las tumbas. La concentración cercana al acantilado agrupaba las tumbas menores en la misma piedra de la montaña. Los Rathore de Marwar descansaban manteniendo su mirada sobre la ciudad.
El edificio principal estaba sobre una plataforma de arenisca roja. Su torre central acababa en un cono rodeado de cuatro chatris y recordaba al monte de cinco picos de la mitología india y a los cinco elementos: tierra, aire, agua, fuego y éter. Otros cuatro chhatris ocupaban las esquinas y otros más pequeños toda la barandilla superior.
A un costado estaban otros tres cenotafios secundarios, de estructura más sencilla aunque igualmente bien trabajados. Ahí nos encontramos a un maño bastante simpático que viajaba solo. Había llegado en nuestro mismo vuelo pero no habíamos hablado con él hasta ese momento.
El jardín era agradable. En otras circunstancias hubiera sido ideal para pasear y concentrarse en los pensamientos, charlar o leer un libro. Estaba perfectamente cuidado. Un ejemplo más del concepto de la muerte para este pueblo admirable.
Una filigrana de piedra, fue lo que pensé desde las escaleras. Las celosías de mármol cubrían los arcos. Las contraventanas eran de color verde, bien trabajadas.
El interior era sencillo: un par de mesas en la primera parte y unos balancines muy historiados con fotos del maharajá en la parte opuesta. Puertas y ventanas eran excelentes trabajos de la madera. Era acogedor, como si la idea de su creación fuera atraer a esta última residencia como fuera atractiva la que ocupó en vida. Respiré hondo, como lo hago ahora al escribir sobre este mausoleo. El aire contenía una paz indescriptible.
El monumento nos dejó una excelente sensación.
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