El maharajá Jaswant Singh I, un antecesor del príncipe
cuya tumba acabábamos de visitar, ilustraba la valentía y el honor del clan de
los Rathore, que fundó el fuerte Mehrengarh al tiempo de la creación de la
nueva capital en 1459 por Rao Jodha. De este fuerte salió Jaswant Singh, allá
por el siglo XVII, al encuentro de las tropas enemigas, que contaban con la
ventaja de la artillería. Comandaba una tropa de 30.000 hombres. Aunque lucharon
con bravura, perecieron 10.000 soldados en el campo de batalla. Ante esta
circunstancia, se replegó y regresó a la ciudad. Aunque le esperaba una
desagradable sorpresa: las puertas estaban cerradas. Su esposa, hermana del
maharajá de Udaipur, había dado esa orden. Consideraba que el comportamiento de
su marido era infamante. Este acto era tanto como repudiarlo. Mandó que se le
advirtiera que, o regresaba con la conquista o que muriera. Así que el maharajá
regresó al campo de batalla y murió con honor. Su maharaní mejoró de humor al
saber que su marido había cumplido con su deber. Ahora tenía que cumplir el
suyo. Preparó sus mejores galas y la pira funeraria y se arrojó a ella para
reunirse con su esposo.
Después de escuchar aquella historia, los altos muros del fuerte cobraban un especial significado. Era obra de seres de leyenda. Porque aquella construcción titánica que fundía la base rocosa de la montaña con el edificio militar y palaciego exigía una historia acorde con la potencia de sus muros.
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