El centro estaba ocupado por el santuario de Adinatha, alineado con el eje principal. El intento de fotografiar la zona central fue frustrado por uno de los sacerdotes. Era la primera vez que nos impedían fotografiar el interior.
En torno al santuario principal había cuatro salas de oración. En el exterior, se correspondía con las shikharas que formaban una montaña de cinco picos, una estructura panchagatana, como el monte Meru de los hinduistas.
Un templo jainista no es la casa de dios sino el lugar de enseñanza de un thirtankara, que debe estar comunicado en todas direcciones para que el conocimiento perfecto que ha adquirido se propague a los cuatro puntos cardinales. La ausencia de muros ayuda a esta propagación.
Nos dirigimos hasta uno de los extremos. El templo estaba rodeado por un bhamati o claustro. Largas galerías desembocaban en espacios abiertos. En los muros se guardaban las imágenes de los thirtankaras.
Los techos de las mandapas formaban un halo sobre nuestras cabezas. No se permitía subir
a los niveles superiores. Admiramos esos techos y las figuras radiales, parejas
de bailarinas celestiales, que daban un aspecto de rueda de la vida o de representación
solar.
Había figuras de todos los tamaños y de todas las deidades. Su aparente significado topaba con algo oculto, esotérico, indescifrable.
Unas estatuas de elefantes concentraban demasiado público. Hacer una foto exenta era casi imposible por el deseo de fotografiarse con el poderoso animal de mármol. El color del elefante es el mismo de las nubes del monzón. Por eso es un propiciador de la lluvia y la cabalgadura de su divinidad, Indra, el rey de los dioses. Es también la montura terrenal de los reyes. Esos elefantes de lluvia desataron el diluvio. Los patios eran golpeados con fuerza por un torrente que se precipitaba desde los niveles superiores. Nos asomamos al exterior. La cercana montaña verde estaba velada por el gris del cielo. A unos cientos de metros sobresalía de la vegetación otro templo, quizá el de Surya, el dios del sol, tan menguado su poder en aquel momento. Un pequeño templete aislado y ricamente decorado quedaba más cercano.
Encontramos un lingam-yoni. El símbolo vertical de Shiva contenía una figura, una
peculiaridad que no recordábamos haber visto antes. No había concitado mucha
atención entre los visitantes. Aún nos sorprendía la combinación de divinidades
hinduistas en templos jainistas.
La lluvia no cesaba. Salir del templo era una garantía de empaparse. Los pies estaban fríos y los calcetines molestaban. En una carrera alcanzamos el lugar donde dejamos el calzado.
Aún tuvimos tiempo para observar el templo desde la distancia.
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