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Los saris son el color de la India 110 (2011). El baori y el Señor de la Danza.



Algún rincón era más próspero. Una fachada bien pintada era un signo claro de que quienes habitaban tras esa puerta inmaculada gozaban de una pequeña riqueza.

Regresamos a zona de artesanos, al pulular de devotos en busca de su templo o capilla, a bandadas de palomas que picoteaban por todas partes antes de oscurecer. Una shikhara blanca de un templo dedicado a Shiva congregaba a un grupo de fieles.

Un templete de exuberante decoración se resistía a ser absorbido por muros sin encanto. Los carteles exclusivamente en lengua india cubrían las fachadas. Un patio repleto de guirnaldas de flores nos ofrecía ser acogidos aunque no fuera ese nuestro culto. Telas, medicamentos, pulseras, objetos para el hogar, buscaban comprador.



Regresamos al restaurante de la noche anterior. El baori se apreciaba con más claridad. La construcción central era soberbia. Afeaba el conjunto las aguas estancadas y la suciedad que flotaba en ellas. Las escaleras formaban triángulos intrigantes.

En la terraza más alta un grupo de gente del desierto interpretaba danzas tradicionales. Las protagonistas eran las mujeres, vestidas de rojo oscuro y cubiertas de joyas y adornos. La música era algo monótona, los movimientos de las mujeres eran seductores. Los acompañaban con risas y cierto desdén. Al entrar la oscuridad se podía imaginar la escena en el desierto ante una fogata rodeada de tiendas. Todos los que las observábamos éramos occidentales.

Gracias a Nataraja, el Señor de la Danza, el mundo permanecía en continuo movimiento. En realidad, Nataraja no era otro que Shiva, el dios de los aspectos contradictorios, el destructor y el restaurador, que se encarnaba en el bailarín cósmico. Estas mujeres podían ser su representación en la tierra, su avatar. Su danza era la que producía el continuo giro del mundo. Su danza se celebraba en Chidabaran, el centro del universo, que en realidad estaba en el centro del corazón humano. Esta personificación simbolizaba las formas vitales del universo. Para simular el movimiento era representado con varios brazos. En una mano, con el tambor, que recordaba la creación del mundo. En otra, la llama de la destrucción. Con otra señalaba al pie del devoto. Bajo el pie, aplastaba al demonio que encarnaba la ignorancia.



Shiva, o su encarnación que baila, Nataraja, creó la danza y los dieciséis ritmos silábicos que se emitieron y de los que nació el sánscrito, lengua de relación con los dioses. Pero Shiva no podía encargarse permanentemente de esta tarea y se rodeó de una corte de bailarinas celestiales de ritmo ascético y el más sensual de los aspectos. La contradicción de su amo se trasladaría a ellas. El gran asceta, el símbolo de la más alta austeridad y meditación para alcanzar la salvación, el benevolente pastor de almas, es también el dios de la venganza. De ahí que no sea de extrañar la doble función de estas ninfas.

No fue sencillo encontrar mesa en el Indique. Estaba claro que era un referente. Nos acomodaron alejados de la escalera aunque disfrutamos de la visión de la fortaleza iluminada y de la penumbra sobre la ciudad vieja.

Se había hecho tarde. El tuk tuk atravesó algunas calles donde la oscuridad era plena. Pasamos cerca de un lugar donde se juntaban los musulmanes, que estaban de Ramadán. Era viernes, su día señalado. Cualquiera pensaría que estuvieran preparando un motín pero sus intenciones eran pacíficas. En la plaza de la torre del reloj dormían muchas personas acurrucadas en el suelo o sobre los carros. Quizá no tuvieran dónde ir o se les había hecho tarde y tenían que empezar la faena pronto. Otros, charlaban animadamente.


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