Sin cortarse mucho, mi tío emprendió un reportaje
fotográfico del interior: un amplio salón abovedado, la rotonda de la cúpula,
los suelos en forma de estrella con mármol de diversos colores, salones de paso
espectaculares, muebles dorados con cojines de seda, la sala del billar,
trofeos cinegéticos, escaleras de película... sin olvidar los cuartos de baño.
El restaurante daba a un jardín apacible con un pequeño pabellón blanco. Los árboles impedían una perspectiva más amplia.
El maitre estaba sacado de una película inglesa de época. Era como un mayordomo británico vestido a la forma de Rajastán, con achkar, la casaca larga de los nobles, y un turbante que se prolongaba en una larga tira casi hasta el suelo. Con unos modales exquisitos y olvidándose de nuestro aspecto turístico y sudado, se ofreció a aconsejarnos. A mi tío le dio una coba digna de la película de Pretty woman y charlaron informalmente sobre lo más conveniente para su vientre aún soliviantado. Nos sirvió las cervezas como si fuera champán francés.
Los aperitivos consistieron en una variedad de pollo suave y gustoso sobre pan de espinacas que completamos con confit de pollo y un steak. A ratos perfectamente estudiados se acercaba el mayordomo a pedir nuestra conformidad al servicio, infinitamente menos lento que en otras ocasiones. La cadencia era fruto del lugar y del ritual. No se debe servir a los invitados del príncipe con prisas. Deben sentirse como reyes. Las flores, strelitzias, aves del paraíso, eran dignas del escenario.
Dimos un paseo por el interior. Si había algún huésped estaba en su habitación o en la ciudad porque sólo nos cruzamos con personal del hotel. Pocas ganas nos quedaban para visitar el museo. Necesitábamos una siesta.
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