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Los saris son el color de la India 93 (2011). Templos de Osiyan.



Krishna aparcó a la sombra de unas acacias, junto a otros vehículos, y nos señaló la dirección de los templos. Atravesamos el mercado y subimos hacia el templo fortificado. La escalinata estaba adornada con curiosas toranas o arcos. La protegía una antiestética bóveda de plástico. En la base dejamos nuestro calzado. El vigilante nos mostró la dirección que debíamos seguir.

En el interior se celebraba una puja o ceremonia. Muchos devotos se acercaban al templo después de casar a los hijos, según la guía. La misma fuente, señalaba el momento álgido de peregrinación en el festival de Navratri, que significa nueve noches, y que honra en cada una de ellas a una reencarnación de Durga. Esas reencarnaciones se representaban en los muros del templo. Cada reencarnación disponía de su capilla.



Las figuras talladas en piedra eran excepcionales. La iconografía de apsaras, maithunas y animales mitológicos rodeados por otras figuras menores, columnas y adornos ocupaban el friso en la base de las shikharas. Algunas fueron financiadas por un banquero llamado Gayapala. El saqueo de los musulmanes en el siglo XII quizá fuera la causa del deterioro de algunas tallas y de los daños en las cabezas de las mismas.

La puja había agrupado a varios fieles sentados en el suelo. El brahman, vestido de blanco y con un turbante naranja y rojo, dirigía la ceremonia. Estaba rodeado de alimentos en pequeños cuencos. Su entorno parecía una cocina. El fuego ardía y elevaba el humo que se juntaba con las plegarias y el sonido de los tambores. Al fondo del santuario, Durga alzaba su espada. La cubierta de plata y las columnas adornadas con espejos brillaban tenuemente. La combinación de los elementos embriagaba.



La mandapa circular y octogonal estaba adornada con ocho figuras que nos parecieron de músicos. Todo estaba profusamente decorado.

Nos habían comentado que el conjunto albergaba un templo dedicado a Harihara, manifestación de Shiva y Vishnú bajo una misma forma.

Salimos a la plataforma. Otros templos se contemplaban desde ella. El tridente, símbolo de Shiva, coronaba las shikharas. Las del templo principal se escalonaban. La arena del desierto estaba más cerca de lo que imaginábamos.



Un grupo de jóvenes nos siguió y no cesaron en su empeño hasta que consiguieron que les fotografiáramos.

Dónde estaba el templo de Surja, el dios del sol, la escultura de Varaha, el becerro que es una reencarnación de Vishnú, o la escultura de su consorte Lakshmi fue todo un misterio para nosotros. Un plano y alguna indicación adicional nos hubieran facilitado la visita. Quizá un guía nos hubiera enseñado esas joyas que se anunciaban. Esas ausencias no pudieron perjudicar el recuerdo

Un fuerte rojo en medio de la nada reconvertido en restaurante y una sucesión de gasolineras de Indian Oil, muy bien montadas, alumbraron los 60 kilómetros que aún restaban hasta Jodhpur, la ciudad azul.


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