Los camellos eran tranquilos. Se dejaban guiar con facilidad. Incluso hubo un momento en que guié el mío y el de mi tío. Por cierto, la primera vez que había montado en camello lo hice con él en Túnez, once años atrás. El camello de mi tío tenía tendencia a desviarse para comer de los espinosos arbustos, única vegetación en el primer tramo de la travesía.
Al principio, nos decepcionó el entorno, árido y pedregoso. Las dunas se dibujaban en el horizonte. Con paciencia las alcanzamos. Íbamos en silencio. Mi tío cesó en su intento de fotografiar el avance. Lo mejor estaba por llegar.
El destino era una alta duna convertida en mirador sobre el ondulado mar de arena. El viento marcaba unas líneas paralelas. El espíritu del desierto nos rodeó en cuanto nos apeamos de los camellos. Aquella era la tierra de la muerte, Marusthali, como la denominan los locales. La sensación de libertad era tan inmensa como el espacio sin barreras que se desencadenaba en la sucesión de dunas.
Para disfrutar mejor del momento, el chaval apareció con un capazo repleto de bebidas frías. Ese pensamiento que a veces se expresa en momentos así-me tomaría una cerveza fría aunque costara una fortuna-se materializaba sin necesidad de manifestarlo. Los dioses estaban con nosotros. El precio fue lo de menos. Invitamos a refrescos a los camelleros.
Krishna se unió a nosotros. Como otro espejismo apareció entre las dunas. Nos relajamos, charlamos y disfrutamos del paisaje y del momento. Aún quedaba un rato para la puesta de sol. El cielo se endurecía. En otras colinas de arena otros viajeros disfrutaban de nuestras mismas sensaciones.
Ni siquiera la intención del chaval de cobrarse una propina excesiva pudo enturbiar la excursión.
El regreso coincidió con el crepúsculo y la variación de colores del cielo y el horizonte.
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