Muchas de las parejas de figuras eran parejas de divinidades. Las maithunas eran las parejas amorosas. Por allí pululaban también apsaras, las bailarinas encargadas de entretener a las divinidades, vidyadharas o ángeles volantes, gandharvas, los músicos celestiales. Los vestidos eran complicados y resaltaban los tocados, joyas o atributos que permitían identificar cada relieve. No me atrevería a afirmar que encontramos los dikpalas, los guardianes de los cuatro puntos cardinales. Algunos garas o querubines se confundían entre tantas figuras.
Rodeamos por la izquierda. Los profetas
jainistas, idealizados, desnudos y con la mirada intrigante, se resguardaban en
la semioscuridad de los muros. Los colores deberían facilitar su
identificación. Nos atraían menos que las formas hinduístas, más terrenales.
Aparte de la figura del profeta en el santuario, en el centro, otro thirtankara ocupaba un templete en el lado derecho. Quizá compartieran honores varios profetas en una jerarquía subordinada.
La mandapa del segundo templo era más espectacular. Las toranas que unían las columnas a modo de arcos eran espectaculares. Al mirar al techo se adivinaban doce conjuntos radiales formados por parejas de divinidades.
El deambulatorio era estrecho. Las figuras de los profetas estaban protegidas por puertas con celosías de madera. Al fondo, en el ábside, los murciélagos nos esperaban. Subimos un piso y contemplamos el conjunto.
Nuevamente abajo, saludamos a un matrimonio milanés con el que habíamos coincidido en varios lugares. Él era más comunicativo que ella. Le bautizamos como el señor Caldo -calor en italiano-, por la expresión de calor con que empezó la conversación. Realmente el calor era insoportable.
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