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Los saris son el color de la India 59 (2011). Cena y gin tonic.



Nuestra habitación estaba decorada con objetos personales. Un gran arcón estorbaba más que otra cosa. Los cuadros traían recuerdos de la época dorada de los maharajás. Las puertas eran tradicionales y se cerraban con candados.

Bajamos la empinada escalera. En el patio ya no jugaban al cricket los empleados del hotel contra los conductores de los huéspedes. En un lateral exhibían un preciso coche antiguo. Nos asomamos a una galería roja, misteriosa, atrayente. Nuestra intuición nos condujo al bar. Estaba atestado de piezas de caza, de fotos protocolarias en sepia, de piezas de anticuario o de almoneda. Bajo un parasol ritual, al lado de un gramófono, mirando una talla tenebrosa y ante una mesita baja, nos dispusimos al ritual de las cervezas de la tarde. El camarero del beer bar puso el aire acondicionado. Una cabeza de jabalí disecada nos sonreía con ironía desde la pared. Nos sentíamos como en el salón de casa en época colonial. Un magnífico museo.

Para cenar acudimos al restaurante Tamarind, en el propio hotel, en otra zona ajardinada y silenciosa. Hasta los mosquitos respetaron ese instante. Los empleados continuaron moviéndose con parsimonia, con atemporalidad. Unos músicos amenizaban la cena con canciones populares, un instrumento de cuerda, como un violín primitivo y una tabla. Un niño ejecutaba unas danzas. Desde luego no eran las famosas danzas de fuego que ejecutaban los Jas Naths, danzas tántricas que nos comentaron eran cada vez más difíciles de presenciar. No recuerdo qué cenamos.

Pasamos a la biblioteca para tomar un par de gin tonics, baratos y deliciosos. Hubiéramos podido leer "Year book of India”, “Who’s who" o los archivos del Punjab, todos ellos apasionantes. Al mover el libro de historia de Bikaner y Rajastán los estornudos de mi tío rompieron la paz del momento.


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