Nos planteamos regresar dando un paseo. Comprendimos
inmediatamente que nos habríamos perdido en ese dédalo de calles. El que lo había
vaticinado a la perfección era el conductor, que había esperado pacientemente,
aunque le habíamos despachado. De esta forma, volvimos a la vorágine. Esta vez
intuimos algún haveli, que también en
Bikaner eran de hermosas pinturas en los muros exteriores.
Nos apeamos frente a las murallas y recorrimos la calle principal hasta la puerta de la ciudad vieja para empaparnos del bazar. Las tiendas empezaban a iluminarse y los puestos ofrecían unas brillantes frutas y verduras, como de exposición. Las motos elevaban una contaminación y un ruido insoportables. Por la calle corría una acequia abierta que era el sistema de alcantarillado. El olor era acre y de vez en cuando se contemplaban unas ratas bien alimentadas. Pero no todo era negativo. El espacio era vibrante y el lugar estaba cargado de la vida comercial que explotaba con la tarde. Las vías del tren atravesaban la calle. Algunos edificios aún mantenían la hermosura pasada. Intentar trazar un mapa y censar los monumentos y los edificios interesantes era una labor imposible.
La tarde era el momento de la compra para muchas mujeres que se acercaban al bazar. Se habían vestido con hermosos saris y adornado con suntuosas joyas, imprescindibles para poder salir a la calle con dignidad. Las cinco joyas básicas de una mujer casada eran el tikka, para la frente, en la raya central del pelo, que significa camina por la senda recta; los pendientes, para recordar que no debe de prestar atención a las habladurías y chismorreos; el collar, para que el cuello se incline con humildad; las pulseras, para que su mano siempre vaya hacia delante para dar caridad y las ajorcas para el tobillo, para poner el pie correcto; el anillo, para la nariz, en que la perla no sea más pesada que ésta, que significa que no deben gastar más de lo que gana su marido. Mientras dure su matrimonio las llevarán siempre.
Nos atrajo un pequeño parque al lado de la vía. Con tanto ajetreo era un remanso de paz. Un hombre se acercó a nosotros y nos ofreció la hospitalidad de su café. Estaba en los bajos de un templo con trazas de palacio. Comentó que no pagaba comisiones. El dinero que obtenían se entregaba al templo. Nos hubiera encantado compartir con él una taza de té pero no teníamos ganas de descansar: aún quedaba un poco de luz.
El templo se llamaba Ratan Behari y fue construido en 1846. Estaba dedicado a Krishna. El patio estaba rodeado de columnas. Los fieles descansaban en el suelo, sin prisa, como el que acude a pasar la tarde. No permitían hacer fotos hacia el lado donde se desarrollaba el culto. El edificio contiguo era igualmente majestuoso y sagrado. Regresamos al hotel.
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