La carretera se amansó y nos sumimos en un dulce
sueño resacoso, imprescindible para volver a la vida. Habíamos incumplido el primer
fin de la existencia humana, el dharma,
la adquisición de mérito por actos de piedad o virtud. Ya lo decía el Hitopadeza:
“Así que: inútil es la existencia de aquel que no conozca lo que es virtud, ni
riqueza, ni placer ni mérito, como inútiles son las teticas en el cuello de la
cabra”. Nuestro comportamiento no virtuoso se compensaría al despertar con el
goce de los sentidos, kama, otro de
los fines de la existencia.
Cuando regresamos al mundo real, un grupo de colegiales de uniforme azul nos saludaba a la salida de la escuela.
-Me comentaba mi amigo Miguel Angel Morell -empezó a contar mi tío- que, hace años, y tras un viaje en que pudieron comprobar las dos caras de la India, decidieron crear una fundación para ayudar a los más pobres. Enviaban alfombras -afirmó mientras yo le miraba extrañado-. Esas donaciones iban destinadas a las escuelas rurales. En esas escuelas los niños se sentaban en el suelo y, para mayor higiene y comodidad, lo cubrían con esas alfombras. Los críos se sentaban sobre ellas con sus pizarras y sus tizas para aprender con ilusión. Quizá su destino fuera continuar en los campos que habían trabajado durante generaciones sus antepasados, pero la escuela abría una ventana de progreso.
Nos entreteníamos con las marcas de los vehículos en la carretera. A falta de otra distracción, ésta nos daba cierta culturilla. La presencia de Tata era abrumadora, tanto en camiones como en autobuses (el modelo Marcopolo era constante). La competencia en vehículos industriales era Ashok Leyland. Para motocarros, Piaggio. Las camionetas, Force India, como la escudería de Fórmula 1. En motos, el principal fabricante era Hero Honda. Para turismos, los Mahindra (que me sonaban del campeonato de Moto GP en la categoría de 125 cc) y el nuestro, Maruti Suzuki. El parque móvil estaba bastante envejecido y deteriorado.
0 comments:
Publicar un comentario