Fatehpur estaba cerca. Aunque no paramos,
disfrutamos del espectáculo de su bazar y de sus havelis. El color fresco de frutas y verduras se alternaba con el
difuminado de las pinturas de los muros. Las historias de los frescos
combinaban con la vida de los habitantes de la ciudad. Se repetían rostros y
vestidos. Los vehículos habían evolucionado, los inventos dibujados habían quedado
obsoletos.
Asistimos a un auténtico espectáculo popular en una improvisada parada. Un autocar depositaba viajeros y cargaba con otros. Desde el techo nos observaban hombres de poblados bigotes que soportaban el sol con sus turbantes. El flujo de carga era infinito y era increíble que siguiera subiendo gente y se acomodara en el espacio atestado del vehículo. Nadie se quejaba por quedar espachurrado. Cualquier rincón era bien aprovechado. El autocar no partiría hasta que se hubiera llenado.
La convivencia pacífica quedaba demostrada con la mezcla de vestimentas. Aunque la población era predominantemente hindú, las señoras vestidas con negros burkas señalaban una presencia musulmana evidente. La decadencia del imperio mogol en el siglo XVIII desplazó a los musulmanes en favor de los rajput, sin extinguir los hinduistas a los creyentes del Islam.
Otra imagen peculiar era la de unos primitivos
limpiabotas. Su aspecto era de una humildad extrema. Sólo poseían sus humildes
ropas y la caja que les permitía realizar su oficio. La pobreza se marcaba en
sus rostros.
Con más tiempo hubiéramos caminado por la calle paralela y hubiéramos visitado el Haveli Nadine Le Prince y su centro cultural, algún pozo sagrado o algún templo. Otra vez será.
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