La primera vez que tuve la impresión de que el
tráfico de la India era como vivir un videojuego fue en la ciudad vieja de
Bikaner. Adrenalina en vena.
El tiempo se echaba encima y nuestra siguiente visita estaba lejos. Dejé que mi tío lidiara con los conductores de tuk tuk, más voraces que un especulador de Wall Street en mínima escala -pobre gente-, para que pactara un precio inmensamente más alto que el que obtendría un lugareño y ridículamente pequeño para nuestra mente occidental. Se originó cierto revuelo y un conato de linchamiento porque un conductor estaba dispuesto a aceptar nuestras condiciones. El boicot del gremio de conductores de motocarro a las puertas del fuerte había fracasado por la fisura creada por uno de sus miembros.
Aún medito si la conducción temeraria tenía por objetivo impresionarnos o era la única forma de atravesar el laberinto de callejuelas estrechas y retorcidas, con el pavimento reventado y unos charcos como piscinas olímpicas. Aquello era un reto y pasar cada barrio era como pasar de pantalla y ascender en la escala de dificultad. Creo que los héroes de los tebeos se hubieran arrugado y Lara Croft las hubiera pasado canutas. Pero estos conductores eran aguerridos y curtidos en mil trayectos por esa prueba iniciática que seguro contaba con la intercesión de alguna divinidad. Hacer puenting era más seguro.
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