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Los saris son el color de la India 38 (2011). De potentados y bandidos.

 


Krishna puso uno de sus cds con música de baladas a dúo. La voz de la mujer era un tanto aguda. Asociamos las canciones con el estilo pimpinela. Después de unas cuantas melodías se hacían un poco pesadas.

Singhania estaba en lo alto de una de esas montañas atípicas. La delineaba un fuerte. En los mapas se reflejaban bastantes fortalezas a unas distancias regulares. Sin duda, una cadena que formaba un sistema para defender a las caravanas que venían desde los puertos de Gujarat con destino a Delhi y a la Ruta de la Seda. Las caravanas atrayeron inevitablemente a los bandidos, los dacoit. Algunos nobles encontraron también un sano deporte en el pillaje. Por lo que había leído, algunos de esos fuertes se habían convertido en hoteles, Heritage Hotels, y otros se desmoronaban sin que se hiciera nada por salvarlos.

El siguiente pueblo de referencia era Chirawa, en el distrito de Jhunjhunu. De aquí era originaria la familia Dalmia, propietaria del Dalmia Group, uno de los más importantes del país. Shekawati había sido la cantera de buenos comerciantes que, cuando las caravanas se desviaron hacia otros destinos, se trasladaron a ellos, principalmente Bombay y Calcuta, para amasar grandes fortunas. Esas riquezas sirvieron para construir en todos los pueblos de Shekawati un buen número de havelis, de casas tradicionales, de mansiones de vistosos frescos. Desde la década de 1930 fueron paulatinamente abandonados por esas familias pudientes que se trasladaron a ciudades con más vida. Era una pena que ese patrimonio se deteriorara sin remisión.

Paramos como consecuencia del cierre de un paso a nivel. El tren se había detenido y una multitud considerable se apeaba de los vagones. No había estación. Cada pasajero transportaba su equipaje, grandes paquetes, como en un éxodo. A un centenar de metros se desplegaba un poblachón de tiendas de campaña formadas por grandes plásticos y telas. Se habían sucedido varios a nuestra vista. Eran de una pobreza extrema, aunque los rostros no expresaban hambre. Mi tío tuvo la ocurrencia de bajase del coche y hacer unas fotos. Un enjambre de chiquillos le asedió. Unos pedían una foto, otros, dinero o algo que nos sobrara. Hubo que refugiarse en el coche y esperar pacientemente a que se elevara la barrera. Los niños golpeaban el vehículo para reclamar atención y alguna dádiva.

Antes de Jhunjhunu nos cruzamos con una peregrinación. Los peregrinos iban vestidos de rojo, en bicicleta, portando estandartes de su dios. En las notas de mi tío del viaje anterior leía que, en todo momento, en algún lugar de la India, se estaba celebrando una fiesta que sólo tenía lugar cada doce, seis o tres años. Su guía, Vijay, hacía un llamamiento a la promoción y explotación de ese tipo de turismo lleno de tradición, colorido y significado. No le faltaba razón. Las reuniones de faquires y santones, las peregrinaciones y festivales religiosos movían todos los años decenas de millones de fieles.

Cuando alcanzamos Jhunjhunu el calor había remitido lo suficiente para que se activase el mercado. Todos los pueblos que habíamos atravesado concentraban su actividad a ambos lados de la carretera. Allí se situaban los carros con las mercancías, de aspecto delicioso. El mercado era el espectáculo de la tarde. Los puestos de fruta y verdura incitaban a la compra.

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