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Los saris son el color de la India 36 (2011). Campos de Shekhawati.

 


Con la llegada de la carretera de doble sentido empezaron las invasiones de carril. Es normal utilizar el carril contrario para adelantar, pero no de la manera India. La invasión era indiscriminada y obligaba al que circulaba de frente a tirarse a un inexistente arcén. Esta forma de conducción obligaba a reducir la velocidad y a tener mil ojos. Así se explicaba la media de velocidad que nos vaticinada el tío Luis: 40 km/hora. Y para mantenerla se necesitaba una mezcla de pericia, prudencia y huevos.

Para complicar más el trayecto, aparecieron los baches y los badenes, los policías tumbados que obligaban a aminorar la marcha para no destrozar los bajos. En uno de esos baches o badenes salimos por los aires y nos salvamos de impactar contra el techo por el cinturón. Se despertó mi tío. A partir de ese momento fuimos dos los que controlamos las incidencias del viaje. Para otra ocasión me tomaré un valium.

En este ámbito rústico abundaban pequeños templos, como capillas de carretera o santuarios de paso. Eran coloridos, con una estética entre naïf y pop, sugestivos. Nunca faltaba una pequeña ofrenda, unas semillas, una flor. Era una devoción silenciosa. Al mediodía no era hora de plegarias. Surya, el dios sol, lo impedía con la potencia de sus rayos.

Pero, sin duda, lo más espectacular era el colorido de los saris. Los saris son el color de la India. Hasta la mujer más humilde luce un sari glorioso que da vida a un paisaje mortecino. Los veíamos en el campo mientras las mujeres laboraban. Nos sugería a un grupo de mujeres en traje de noche recolectando en un sembrado. Buscar aquellos puntos o pinceladas entre el cereal era un deporte entretenido. Nunca nos aburríamos con él.

Esta vestimenta tradicional y común a todo el país, y a algunos de los de su entorno, es una pieza larga de tela de entre cuatro y nueve metros que se ajusta al cuerpo envolviendo la cintura y cubriendo un hombro. Deja el estómago al descubierto. Debajo suelen llevar una blusa de mangas cortas y cuello bajo, el choli, y una enagua. Ponerse un sari es todo un arte. 

Esa diversión de telas al viento se alternaba con la búsqueda del vehículo más atestado de pasajeros. La densidad de población de los tuk tuk era asombrosa. No eran mucho mayores que en los que habíamos montado y donde habíamos comprobado su estrechez. El banco o los bancos del habitáculo albergaban tres o cuatro cuerpos; delante, el conductor compartía su hueco con otro u otros dos y detrás, por fuera, agarrados como podían, otros dos. Además, cómo no, de cestas, bolsas y lo que portaran, claro. Las motos eran para un mínimo de tres. Los tractores arrastraban remolques a rebosar y los carros tirados por camellos se aprovechaban al límite.

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