Bajamos, salimos y caminamos hacia la izquierda.
Nos sumergimos en el bazar. Nuestro primer bazar indio. Al menos, el mío.
Lo primero que me llamó la atención fue la existencia de varias tiendas de imágenes hinduístas tan cerca de la mezquita. India siempre ha tenido fama de tolerante, aunque su historia reciente y lejana está plagada de enfrentamientos religiosos bastante sangrientos.
El bazar era puro movimiento de mercancías, compradores, curiosos y vendedores. No era hora punta. La mejor era al atardecer, cuando el calor remitía. Porque el sol achicharraba.
Los productos invadían las aceras y los soportales. En cuanto un cliente paraba ante una de las pequeñas tiendas, automáticamente se producía un atasco. Si optabas por salir al asfalto, el atropello estaba garantizado. Motos, rickshaws, carros, bicicletas y personas cargadas de forma increíble pedían paso. La cintura se convertía en un elemento esencial para sobrevivir. Echamos de menos un retrovisor para controlar los peligros que atacaban a nuestras espaldas. Un poco agobiante con un atractivo de ley de la jungla.
Los vendedores se agrupaban por gremios que ocupaban zonas determinadas del mercado. Al avanzar pasabas de un monográfico de productos a otros diferentes.
Después de continuar por una calle ancha torcimos a la derecha por otra de similar anchura. No nos atrevimos a penetrar por el entramado de recovecos y callejones. En ellos se redoblaba el atractivo y disminuían las garantías de no perderse. Nos habíamos propuesto regresar por la tarde con más tiempo para esa exploración más profunda.
Muchos compradores optaban por subir a un rickshaw, un triciclo impulsado por el pedaleo lento y persistente de un hombre delgado que parecía que se quebraría en cualquier momento. Esos conductores conocían bien el bazar y garantizaban la seguridad. Su pobreza era infinita.
Atravesamos una calle donde se ofrecía cualquier clase de trabajo en papel: invitaciones, recordatorios, sobres, folios, cuadernos, libros de informática o de texto. Los cables de la luz, descolgados y amenazantes, adornaban las fachadas repletas de carteles anunciando las empresas o profesionales que ocupaban los locales. Atajar por una de las transversales era un misterio por lo que regresamos por donde habíamos venido.
Salir con el coche fue complicado. Compramos una botella de agua y al reanudar la marcha empezó a llover torrencialmente.
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