La luz que precede al ocaso es
suave y en contacto con las fachadas que dan al río motiva una elevación del
ánimo. Es un paisaje urbano, sin sofisticaciones, de casas sencillas, torres de
iglesias que sobresalen, fachadas que se repiten difuminadas sobre el espejo
del Arno. Es un espejo transitado por las aguas, que tratan de llevarse esas
imágenes difusas. Ya lo decía Leonardo, “la atmósfera está adaptada para
recoger instantáneamente y exponer toda imagen y semejanza de cualquier
cuerpo”.
Caminamos sin apenas gente. La
música de las aguas es el único acompañamiento. El atardecer se esfuerza por
satisfacernos. Y lo consigue.
Avanzamos con cierta ansiedad
por alcanzar el privilegiado mirador que es la plaza de Miguel Ángel, que
multiplica su valor al concluir el día y acercarse la puesta de sol. El
atardecer sobre el río enamora al caminante.
Porta San Miniato nos permite
atravesar las murallas, que suben por la montaña, que obliga a las callejuelas
a juntarse. Se inicia la cuesta, un viacrucis que purifica al que se dispone a
disfrutar de las vistas. Con ritmo, con esfuerzo, contando las cruces y
concentrados vamos ascendiendo.
En la plaza está el tercer David
de Miguel Ángel. Mira hacia la ciudad y guardan su pedestal el día y la noche,
el amanecer y el ocaso, las obras de las capillas Mediceas. La gente se agolpa
cerca de la barandilla para observar en su totalidad la ciudad.
Florencia se ofrece en todo su
esplendor: plana, compacta, artística. Quien no pueda visitar todos y cada uno
de sus monumentos puede impregnarse de ellos en la distancia. Florencia es una
ciudad saturada de genios.
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