Una única entrada permite
atravesar el edificio de tres plantas, armónico, sencillo, seductor y alcanzar
el patio de Ammanati. La puerta que da acceso a los jardines Boboli, nombre de
la colina, aún está abierta. Nos debatimos entre los jardines y la Galería Palatina.
No habrá tiempo para ambos.
De los diferentes museos, de Arte
Moderno, del Traje, de la Plata y la Galería Palatina, optamos por ésta. Porque
incluso reduciendo la visita a él será un nuevo caso de síndrome de Stendhal.
Vamos, una sobredosis de arte.
Subimos la escalera ceremonial
hasta el primer piso, ocupado por la Galería Palatina y los apartamentos
reales. Iniciamos nuestro paseo por la historia del arte, por la pintura italiana
y holandesa con aportaciones de todos los rincones de Europa, incluida España,
con cuadros de Murillo, Ribera o Velázquez.
Las salas llevan los nombres de
dioses griegos y romanos o de personajes mitológicos representados en los frescos
de los techos, que son obra de Pietro da Cortona y Ciro Ferri. Son a mayor
gloria de la monarquía, con la que se traza una relación alegórica.
La decoración es excesiva,
demasiado recargada, demasiado dorada. Los cuadros ocupan las paredes por
completo, en varios niveles, sin orden cronológico ni temático: tal como los dispusieron
sus ocupantes. La temática es variada: religiosa, mitológica, retratos,
personajes reales... están representados todos los grandes pintores: Rafael,
Caravaggio, Tiziano, Andrea del Sarto, Rubens, Botticelli... El mobiliario y
las esculturas son también impactantes. Un espíritu de poder campea por las
salas.
El acceso a los jardines Boboli
está cerrado, con lo que nuestra idea de transitar por el anfiteatro, el
trazado italiano, las esculturas y los parterres hasta los jardines Bardini y
continuar hacia la plaza de Miguel Ángel se frustra. Pero nos manda hacia el
río.
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