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Por el corazón de la via Francigena 45 (2014). Los Uffici.

 


El primer enfrentamiento con el síndrome de Stendhal lo sufrimos en los Uffici. Las antiguas dependencias municipales y de los gremios reconvertidas en museo acaparan tantas obras maestras que es imposible no emborracharse tras la primera hora de vagar por sus salas. Pasado el primer centenar de cuadros hay serios problemas de digestión, por lo que hay que ser cautos.

La nómina de pintores y escultores es increíble. Predominan los italianos de los siglos XIV y posteriores, desde Cimabúe y Giotto, los precursores, hasta el siglo XVIII.

La estructura forma una U con dos galerías más largas y paralelas unidas por otra más corta en el lado del río. Su diseño se debe a Vasari, tan famoso como artista total renacentista como por su obra Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, el quién era quién de aquella época de 1550. La inclusión en esa relación equivalía a un reconocimiento explícito de la valía del artista.

Esculturas griegas o romanas, tapices, unas bóvedas suntuosas con seres sorprendentes y la sucesión de rostros en la parte alta son los atractivos de estos pasillos que se asoman a la plaza. Dentro, en las salas, vírgenes en majestad, crucifixiones, anunciaciones, sagradas familias, santos, vírgenes con el niño, coronaciones de la Virgen, adoraciones de los magos y los pastores, las virtudes teologales, personajes bíblicos o mitológicos, alegorías, descendimientos, retratos, retablos, tablas y lienzos, martirios, San Juanitos, Magdalenas y Santa Anas, Madonnas exquisitas, guerreros y reyes, paisajes reales e imaginarios, donantes y potentados, ángeles y arcángeles y todo lo que uno pueda imaginarse. Como decía Leonardo, quien desprecia la pintura no ama ni la filosofía ni la naturaleza.

Desde la cristalera del segundo pasillo se observa la sucesión de puentes, el Vecchio en primer plano, la galería de Vasari que permitía a los Medici caminar sin mezclarse con la plebe desde el palacio Pitti hasta el palacio de la Signoria y que acapara una estupenda colección de autorretratos.

Miguel Ángel está representado por una sola obra, el Doni Tondo (aunque su nombre lleva una sala), Rafael muestra varias obras, Tiziano y la escuela veneciana, también, el tremendismo del Caravaggio nos impacta, Botticelli es la dulzura en la Alegoría de la primavera y el Nacimiento de Venus, los escorzos de los caballos y la perspectiva animan la Batalla de San Romano, de Paolo Ucello, los perfiles de Battista Sforza y Federico de Montefeltro (los duques de Urbino), de Piero della Francesca, reúnen a un nutrido grupo de curiosos. La lista nunca sería justa. Además, cada cuadro cuenta una historia. En las salas se pueden recomponer amplios capítulos de la historia, se pueden conocer importantes personajes.

Nadie ha definido a Florencia tan bien como Botticelli, en su Nacimiento de Venus: junto a la diosa joven y carnal que surge de la espuma, está Flora, la diosa vernal y fértil, la explosión telúrica y frutal, copiosa y delicada: Flora-Florencia. Ese ideal de eterna juventud, de belleza y perfección, es la que encarna, sobre todo, Florencia.

Sentados ante el cuadro comprobamos lo indicado por la guía, buscamos el pesimismo y la tristeza de su autor, absorbemos la combinación de lo pagano y lo divino, las predicciones de Savonnarola que le llevaron a arrojar a la hoguera de las vanidades algunos de sus cuadros.

La cafetería de la terraza es una parada necesaria. La Signoria está a mano, el sol incita a abandonar y a sentarse, si es que encuentras dónde.

Cuando nos disponíamos a salir nos encontramos otra tanda de salas. Y otras que se introducen hacia el interior. Stendhal regresa a nuestras cabezas.


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