El primer enfrentamiento con el
síndrome de Stendhal lo sufrimos en los Uffici. Las antiguas dependencias
municipales y de los gremios reconvertidas en museo acaparan tantas obras maestras
que es imposible no emborracharse tras la primera hora de vagar por sus salas.
Pasado el primer centenar de cuadros hay serios problemas de digestión, por lo
que hay que ser cautos.
La nómina de pintores y
escultores es increíble. Predominan los italianos de los siglos XIV y
posteriores, desde Cimabúe y Giotto, los precursores, hasta el siglo XVIII.
La estructura forma una U con
dos galerías más largas y paralelas unidas por otra más corta en el lado del
río. Su diseño se debe a Vasari, tan famoso como artista total renacentista
como por su obra Vida de los mejores arquitectos,
pintores y escultores italianos, el quién era quién de aquella época de
1550. La inclusión en esa relación equivalía a un reconocimiento explícito de
la valía del artista.
Esculturas griegas o romanas,
tapices, unas bóvedas suntuosas con seres sorprendentes y la sucesión de
rostros en la parte alta son los atractivos de estos pasillos que se asoman a
la plaza. Dentro, en las salas, vírgenes en majestad, crucifixiones, anunciaciones,
sagradas familias, santos, vírgenes con el niño, coronaciones de la Virgen, adoraciones
de los magos y los pastores, las virtudes teologales, personajes bíblicos o
mitológicos, alegorías, descendimientos, retratos, retablos, tablas y lienzos,
martirios, San Juanitos, Magdalenas y Santa Anas, Madonnas exquisitas,
guerreros y reyes, paisajes reales e imaginarios, donantes y potentados,
ángeles y arcángeles y todo lo que uno pueda imaginarse. Como decía Leonardo,
quien desprecia la pintura no ama ni la filosofía ni la naturaleza.
Desde la cristalera del segundo
pasillo se observa la sucesión de puentes, el Vecchio en primer plano, la
galería de Vasari que permitía a los Medici caminar sin mezclarse con la plebe
desde el palacio Pitti hasta el palacio de la Signoria y que acapara una
estupenda colección de autorretratos.
Miguel Ángel está representado
por una sola obra, el Doni Tondo (aunque su nombre lleva una sala), Rafael muestra
varias obras, Tiziano y la escuela veneciana, también, el tremendismo del
Caravaggio nos impacta, Botticelli es la dulzura en la Alegoría de la
primavera y el Nacimiento de Venus, los escorzos de los caballos y la
perspectiva animan la Batalla de San Romano, de Paolo Ucello, los
perfiles de Battista Sforza y Federico de Montefeltro (los duques de Urbino),
de Piero della Francesca, reúnen a un nutrido grupo de curiosos. La lista nunca
sería justa. Además, cada cuadro cuenta una historia. En las salas se pueden
recomponer amplios capítulos de la historia, se pueden conocer importantes
personajes.
Nadie ha
definido a Florencia tan bien como Botticelli, en su Nacimiento de Venus:
junto a la diosa joven y carnal que surge de la espuma, está Flora, la diosa
vernal y fértil, la explosión telúrica y frutal, copiosa y delicada:
Flora-Florencia. Ese ideal de eterna juventud, de belleza y perfección, es la
que encarna, sobre todo, Florencia.
Sentados ante el cuadro
comprobamos lo indicado por la guía, buscamos el pesimismo y la tristeza de su
autor, absorbemos la combinación de lo pagano y lo divino, las predicciones de
Savonnarola que le llevaron a arrojar a la hoguera de las vanidades algunos de
sus cuadros.
La cafetería de la terraza es
una parada necesaria. La Signoria está a mano, el sol incita a abandonar y a sentarse,
si es que encuentras dónde.
Cuando nos disponíamos a salir
nos encontramos otra tanda de salas. Y otras que se introducen hacia el
interior. Stendhal regresa a nuestras cabezas.
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