El coche es un instrumento
inútil e incómodo en Florencia. Lo mejor es desprenderse de él.
Desde que enfilamos la ciudad de
nuestros sueños el vehículo, que nos había servido honestamente, se convirtió
en una pesadilla. En parte, por culpa mía. Los datos que había recopilado sobre
los lugares donde devolver la macchina
eran incorrectos.
Intentamos la devolución en el
aeropuerto al pensar que no llegábamos al de la ciudad. El nudo de
comunicaciones que rodea a la urbe, demencial como en toda ciudad que se
precie, nos jugó la primera mala pasada: me confundí de salida, me metí en la
autopista, tuve que salir por donde no era y alcanzamos el aeropuerto, muy
reducido para una ciudad con tanto turismo. Después de un par de pasadas y
preguntar en un par de gasolineras nos convencimos de que no existía oficina
del alquiler de coches.
Probamos los alrededores de
Florencia, tan insustanciales como los de otros lugares, y penetramos en la
ciudad que no se visita, la parte de calles más o menos modernas, la que parten
las vías del tren, la habitada por el común de los mortales. La ventaja es que
pasamos ante la fortaleza de Bazzo, con la feria, el cementerio de los Ingleses
y el jardín de la Gherardesca, amén de otras zonas fuera de plano que nos
recibieron con un atasco monumental.
Aparcamos en via Matteotti: zona de aparcamiento
limitado. Unas monedas al parquímetro y arreglado. Algo cabreados.
Nos levantamos pronto y, sin
desayunar, emprendimos la segunda parte de la aventura. Pero el tom-tom
no reconocía la calle. En un hotel nos dieron el nombre correcto: Borgo
Ognissanti.
La maniobra de acercamiento fue
certera hasta entrar en la zona restringida. En las ciudades italianas se ha
impuesto un férreo control sobre el centro histórico. Entrar en él con el
coche, salvo que seas residente, es multa segura, bastante suculenta, por
cierto. Con cierto estado de ansiedad nos decidimos, qué remedio, a penetrar en
un entramado de calles desierto. Lo malo es que el navegador nos llevaba por
calles prohibidas. Al principio, le llevamos la contraria. Después, fui saltándome
discos en rojo y metiéndome por prohibidos. Como haya control con cámaras me
dejo una fortuna en multas.
La guinda fue un pequeño roce en
la aleta delantera derecha. No nos dimos cuenta hasta la entrega. La empleada,
muy eficaz, la anotó en el parte y nos comunicó que suponía una penalización de
50 euros. Montamos en cólera, la tía ni se inmutó (quizá acostumbrada a estas
escenas) le pedimos una hoja de reclamaciones, se negó, puse la reclamación en
el parte de siniestro y despotricando salimos a la calle. Menudo cabreo.
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