Durante algo más de una hora nos
concentramos en el paisaje. El paisaje es un texto a la espera de que alguien
lo transcriba. Es poesía que se nos ofrece con los caracteres del ciprés, el
olivo, la viña, la aldea de piedra, el suelo ondulado, la nube pícara y el sol
como un contribuyente constante. Es estabilidad hasta que penetra en los
sentidos y se asocia con la sensibilidad de cada uno.
La noche cae y termina, sin
piedad, con las últimas claridades. Lo invade todo de color morado.
Aparcamos el coche, buscamos el
hotel y nos desprendemos de las maletas. El cansancio desaparece. Salimos en
busca de la ciudad.
Las luces anaranjadas de las
farolas la combaten y el sonido de los bares altera el silencio que le
correspondería. Las sombras son difusas. La noche nunca es dominio de la
oscuridad en una ciudad como Florencia. Se ilumina con su espíritu.
La noche es generosa. La
transforma, le da otra belleza. No apaga su hermosura innata, su elegancia. Tan
sólo matiza. La belleza se completa con el final del día que se derrama por sus
calles. Es su aliada.
Los muros emanan de las sombras,
avanzan hacia el cielo para ofrecerse a nuestros ojos.
La noche simpatiza con los
estragos del tiempo. La luz artificial esconde las fisuras en la hermosura de
las fachadas. Los defectos de mantenimiento esperan hasta la mañana para
evidenciarse de nuevo.
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