El interior es de una nave,
amplio, sin bancos. En ella se conserva la cabeza embalsamada de Santa
Catalina, cuyo santuario está bajando la pendiente. También, uno de los escasos
retratos fiables de la Santa. Y cuadros con escenas de su vida y milagros.
Santa Catalina nació en 1347, un
año antes de la Peste Negra que asoló la ciudad, la región y Europa. Era la
vigesimocuarta (tenía una gemela que no sobrevivió) hija de un total de
veinticinco. Su vocación fue temprana y la soledad y la oración la impulsaron
al misticismo. Sus visiones fueron famosas.
Medió en los conflictos de su
tiempo buscando la paz y la concordia. Facilitó el acercamiento entre Florencia
y el Papa, al que visitó en Aviñón y convenció para que regresara a Roma, se
implicó en el Cisma de Occidente y murió en Roma a la temprana edad de 33 años.
El Papa Pío II la canonizó, como observamos en la librería Piccolomini, y Pío
XII la convirtió en patrona de Italia junto a San Francisco de Asís. Sin duda,
un gran currículum.
Desde Santo Domingo la vista de
la ciudad es preciosa, la catedral en primer plano y las casas escalonándose hasta
el valle del santuario. También pide protagonismo la torre del Mangia. El
caserío es de aspecto apacible.
Quizá en otras condiciones, las
piernas menos cargadas, hubiéramos visitado el santuario, que tanto valor
religioso tiene como artístico. Pero las cuestas nos obligan a ser sensatos. Eso
sí, nos filtramos por esas calles secundarias donde los arcos unen ambos lados
de la calle y alguna colada toma el fresco y afea la vista.
No queda más que desandar lo
andado, buscar algún otro rincón hermoso, que las calles empinadas ofrecen
muchos, repasar lo más destacado, pasar por la plaza de la Independencia,
buscar la calle que nos ha servido de unión con el hotel.
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