El ejemplo perfecto de esta tipología
es San Gimignano, independizada de los obispos de Volterra en 1199. Tomamos el
desvío, nos introducimos en un pueblo industrial y sin encanto y atisbamos a lo
lejos sus altas torres. Cerca, Certaldo, la ciudad donde nació Boccacio, el
autor del Decamerón.
El coche se queda en un parking
casi desierto al pie de la población, peatonal a ultranza. Optamos por dejar
las prendas de abrigo. El sol nos bendice.
Ante las murallas nos asomamos a
la campiña, verdor mezclado con colores grises de invierno, un horizonte
lejano, abierto, la ondulación sugerente de las colinas, un viñedo de líneas
paralelas. Reflexiono porque tengo la impresión de que aquí se podría ser
feliz.
El hambre nos arranca de la
contemplación. Desde que salimos de casa no hemos tomado nada. Una tienda ofrece
unos bollos suculentos, un pan de aromas paradisiacos. La dueña se entretiene
con una clienta en una conversación intrascendente que no nos atrevemos a
interrumpir. Prestamos atención a la variedad de paninos y a sus fiambres con
queso, lechuga y tomate. Con calma, como lo exige el lugar, decidimos.
Con el estómago lleno nuestra
percepción es más famélica: devoramos lo que el pueblo ofrece. Entramos por
Porta San Giovanni, con un curioso balcón en lo más alto.
El nombre del pueblo procede del
obispo de Módena que lo defendió en el siglo V de las huestes invasoras de
Atila, rey de los hunos. No le pagaron el favor hasta el siglo X con el cambio
de denominación.
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