Si miras hacia arriba,
contemplas el cielo. Caminamos por el interior de franjas horizontales
bicolores, de impresionantes capillas. La zona del ábside está cerrada. Se
atisban los frescos.
El púlpito es de Nicola Pisano y
colaboró en él Arnolfo di Cambio, el que diseñó posteriormente la catedral de
Florencia. Lo sostienen leones y sus paneles nos recuerdan el púlpito de la catedral
de Pisa.
La librería Piccolomini está
decorada con frescos del Pinturicchio sobre la vida de Pío II, al que volvemos a
encontrar en nuestro camino. Los grandes libros merecen una atención menor.
Allí está el Papa bendiciendo y consagrando, siendo aclamado por el pueblo,
entre poderosos, con el cuerpo de Santa Catalina a los pies, buscando una
alianza contra los turcos.
-Inclina el cuello y, como
corresponde al penitente, fija tu vista en el suelo, me instaba mi amigo
Fernando.
No me faltan pecados para
humillarme como un penitente, mi amigo lo sabe, aunque es condescendiente y los
perdona. Si me aconseja mirar al suelo con humildad es porque el pavimento de
la catedral de Siena, cincuenta y seis paneles de cuarenta artistas que
trabajaron en él durante dos siglos, es una de las obras de arte que dejan tan
impactado que obligan a compartirla con alguien a quien aprecias. Es el suelo,
teóricamente lo más bajo, lo que pisotean los feligreses, los visitantes sin
inquietudes religiosas o espirituales, los despistados que no lo aprecian, los
enamorados del arte. Volcar tanta belleza en el suelo obliga a pensar en ello. Las
incrustaciones en mármol recogen temas históricos y bíblicos. Claro que, al
elevar la vista, se entiende ese despliegue porque en caso contrario
desmerecería del resto del Duomo y sería considerado un insulto. Un insulto
universal, sin distinciones, sin perdón posible.
Caminamos con cuidado, más bien
con veneración, la que exige ese arte sublime que eleva las almas. Miro a los
pies de Carlos por si se ha elevado y al contemplar su rostro encuentro la
elevación en su gesto. Después de la concentración, sonríe.
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