El placer de esta ciudad se
filtra por las callejuelas. Sal de las calles más concurridas y busca los
escondrijos, las tiendas de antigüedades apartadas, los blasones de nobles
arruinados, las fachadas que saludan a los vecinos ajenos al turismo que
deambula a pocos metros. El buen tiempo anima a salir de la tienda, a charlar
con los vecinos, a invitar a los clientes a descubrir los secretos de sus
comercios. Pero, al final, siempre topas con una joya.
Color siena, castaño más o menos
oscuro, es el cabello de la dependienta de una tienda que se asoma a fumar un cigarrillo.
Agita el pelo con sensualidad y tras una larga calada su expresión gana ternura
y la mirada entregada de todos los que pasamos por la calle. Es el otro arte
sienés, carnal, mitológico, digno de quedar en los muros de la ciudad, en la
tela de un cuadro, recortado por el perfil de la puerta de su establecimiento.
Un buen artista no dejaría que se esfumara su modelo.
Al este del ábside de la
catedral, algo más abajo, como en la falda de la colina, la fachada de mármol -la
parte superior está inacabada- de lujosa decoración nos da la bienvenida. Es el
baptisterio. Una plaza oxigena esa fachada.
Te recibe un espacio decorado
completamente con frescos, escenas de la vida de Cristo, apóstoles, profetas y
sibilas, bóvedas góticas con trabajos de Vecchietta, rostros de Crescentino y
Tino da Camaino, tablas de fondo dorado. Impera la penumbra.
En lugar destacado, la pila
bautismal de Jacopo della Quercia rematada por un tabernáculo, una columna y
San Juan Bautista. Aquí debieron ser bautizados muchos ilustres personajes de
esta ciudad. Los paneles de bronce con escenas de la vida del santo son de
Ghiberti, Donatello y Juan di Turino.
Acaba doliendo un poco el cuello
por el esfuerzo de contemplar los frescos.
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