Miguel Ángel Buonarroti hubiera
tardado menos en concluir las obras del aeropuerto de Bolonia. Todo llega en
esta vida y han tocado a su fin con lo que se ha despejado de las incómodas
vallas y paneles. Las gestiones para alquilar el coche se saldan rápidamente.
Nos asignan un cinquecento, muy
apropiado para identificarnos con el Renacimiento, aunque nuestro destino es
más el Medievo y el Quatrocento, toscano
y florentino respectivamente.
El trayecto es igual de
ajetreado que hace un año: camiones, montaña e invierno. No podemos despistarnos
mucho porque el tráfico exige concentración. Pero este tramo ya fue objeto de
otro relato.
En el primer crucero con mi
hermano y mi sobrino, los Antonios, una de las escalas recababa en La Spezia,
un puerto al norte de la Toscana. Recuerdo que era muy temprano porque nos
separaban dos horas de autobús hasta Florencia. Me negué a dormir a la ida,
pese al cansancio. Recuerdo las fauces abiertas de las canteras de Carrara,
productoras del mármol más famoso de la tierra que ha servido para alumbrar hermosas
obras de arte talladas por los mejores escultores. Las que contemplaremos en
este viaje.
Otro recuerdo son las montañas,
las colinas, los cipreses, la campiña, todo pasando a gran velocidad, pueblos pintorescos
encaramados a los altozanos que desde sus fachadas rústicas clamaban una
visita. Fueron dos hermosas horas de campos de Toscana.
Rodeamos Florencia y tomamos la
carretera hacia el sur. Abre el sol y nos muestra la imagen de la Toscana
preconcebida. El terreno se ondula en colinas verdes, los cipreses son la
referencia vertical y los primeros viñedos nos elevan el ánimo. Incluso en la
radio se han sucedido tres canciones buenas. Todo se torna positivo.
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